Diciembre, mes de fiestas populares, también es tiempo de piñatas presidenciales. Hay que romperlas a palos, para volcar sobre el público expectante su verdadero contenido: una lluvia de piedras que sepulten la libertad y el progreso. El amado caudillo, beisbolista aventajado, sabe cómo hacerlo y es diestro blandiendo palos que rompen piñatas. Las de hoy revisten la forma de iniciativas de cambio constitucional y legal para alterar la marcha de México. Duro, pues, con los palos que romperán las piñatas. Para esto basta un buen bateador que conduce el partido desde un oráculo y dirige la marcha con irresistible despliegue de poder.
En otras entregas hablé de promesas presidenciales —auténticas amenazas cumplidas— que llegaron al Congreso de la Unión para modificar, a palos, la Constitución de la República. Alguna tuvo éxito, como el avance en la militarización de la seguridad, acogido por quienes cedieron de prisa a la seducción presidencial. Pero en otros casos el caudillo fracasó (al menos, de primera intención). Así ocurrió con la iniciativa sobre energía, frenada en el Congreso, y así ha sucedido hasta hoy con la depredadora reforma electoral constitucional, ambicionada para afianzar el poder omnímodo que está devorando el cimiento de nuestra democracia.
Somos testigos de un espectáculo mayor en la fiesta de las piñatas presidenciales. El Ejecutivo instó al Congreso a aprobar con diligencia una iniciativa de reforma constitucional que contraviene profundamente el progreso de la República. Por fortuna, esta pavorosa propuesta, festejada con docilidad por los partidos del bienamado caudillo, fue contenida con el voto de los diputados de oposición. La bala no llegó a su destino. Enhorabuena por una eficaz concentración de fuerzas parlamentarias que opuso un muro infranqueable al capricho autoritario.
Sin embargo, el Ejecutivo tiene repuestos a la mano, preparados con insólita celeridad y desbocada imaginación. A falta de aquella primera piñata, extrajo de su manga providencial el denominado “plan B”, urdido para menoscabar la democracia electoral tan a fondo como lo pueda hacer una reforma a la legislación secundaria.
Frente al clamor elevado por la manifestación del 13 de noviembre (que constará en una página estupenda de nuestra historia), el gobernante convocó a una nutrida contramarcha y esgrimió el novedoso “plan B”. Éste llegó al Congreso con insólita premura —genuino madruguete—, dejando de lado cualquier intento de reflexión o corrección. Así se consumó la etapa inicial de un penoso atropello a la misión del Poder Legislativo.
“El INE no se toca”, clamaron los manifestantes del 13 de noviembre. “El INE sí se toca”, aseguraron los del 27 del mismo mes cuando desembarcaron de la flota de autobuses provista por el poder imperial. Ahora bien, el punto no se reduce al INE —que ya es mucho—, sino va más lejos. Los golpes que asesta el caudillo, cabeza de una animada facción, tienen un destino mayor. Todos los planes (el “A”, el “B” y los que lleguen, en inagotable caravana), pretenden alterar el rumbo del país, atrapado bajo el signo de una incipiente dictadura que pretende apoderarse de los medios electorales para imponer sus decisiones y asegurar el imperio del caudillo y su proyecto transexenal.
La desviación de nuestra democracia, que ha avanzado en medio de tempestades y piñatas, es el verdadero peligro que afronta México. De eso se trata en la reforma legal aprobada por la Cámara de Diputados, que un grupo de senadores se propone detener. Si aquélla sale adelante, nuestra democracia habrá caído en un abismo del que difícilmente saldrá.