Un notable jurista, Gustavo Zagrebelsky, describe un fenómeno frecuente en nuestros países: el diluvio de leyes. Son obra —dice— del “legislador motorizado”. Los congresos, urgidos por la circunstancia, encienden el motor y se lanzan a legislar con diligencia, no siempre con reflexión. En este mare magnum puede naufragar la justicia.
Por supuesto, necesitamos leyes. Queremos vivir en un Estado de Derecho. Pero las leyes son como los medicamentos: han de prescribirse y aplicarse con experiencia y prudencia. En ocasiones el remedio puede ser peor que la enfermedad. ¡Cuidado!
Hace unos días expuse aquí mis temores a causa de la retahíla de reformas constitucionales y legales acumuladas para enfrentar la inseguridad que nos agobia. Reformas cuestionables y probablemente contraproducentes. Reformas atropelladas y regresivas.
Es verdad que el crimen no cede y la inseguridad persiste. Las estrategias anunciadas no dan resultados plausibles. La sociedad, desesperada, exige novedades y eficacia. Por ello surgen iniciativas arriesgadas que debemos tomar con cautela. Pero antes de marchar hacia el abismo, con alegre inconsciencia, meditemos nuestros pasos y ponderemos su destino.
En una insólita sesión celebrada el 16 de enero en la Cámara de Senadores se anunció un conjunto de planteamientos —todavía no fueron iniciativas formales—, que implican giros de gran trascendencia en el orden jurídico: reformas a la Constitución, modificación de muchas leyes, adopción de un código penal nacional y de un nuevo código nacional de procedimientos penales, y así sucesivamente.
Fue mesurada la actitud del Presidente de la Junta de Coordinación Política del Senado. Se abstuvo de opinar, por “sensatez”. Dijo que no conocía en detalle las novedades. En consecuencia, no podía pronunciarse sobre ellas. Y en seguida sugirió la misma “sensatez” a los coordinadores de las fracciones de los partidos políticos. Nadie hizo uso de la palabra. Predominó la “sensatez”, virtud cardinal de la política.
Es indispensable emprender un estudio minucioso de las propuestas. Esto exige tiempo y reflexión. Sería irresponsable opinar en detalle ahora mismo. Pero también lo sería guardar silencio, en espera de futuras deliberaciones. Hay que destacar sin tardanza los puntos más oscuros del alud de propuestas, porque la reforma se nos viene encima.
Uno de esos puntos oscuros es la vulneración del Estado de Derecho en uno de sus reductos primordiales: la división de poderes. Se faculta al Senado, órgano político, para designar, vigilar y supervisar a una novedosa categoría de jueces que tendrán a su cargo juzgar a otros jueces.
Otro punto negro es la supresión de los jueces de control en el procedimiento penal. Fueron una aportación saludable de la ambigua reforma de 2008. Son juzgadores de garantía. Desaparecerían por obra y gracia de las propuestas en tránsito.
Un desacierto más, gravísimo, es la posibilidad de conceder eficacia a pruebas ilícitas. Esto entraña un agravio a la razón y al Derecho. Si son ilícitas, no hay argumento que las legitime.
Otro punto oscuro es la ampliación de medidas cuestionadas e inconstitucionales (que se volverían —¡ay!— constitucionales). Es el caso del arraigo aplicable en todas las investigaciones penales.
Hay más, en esta relación de sombras. Es el caso de la posibilidad, que se pretende establecer, de intervenir comunicaciones privadas en materias de carácter electoral y fiscal.
En algunos comentarios resurge la alusión a la llamada “puerta giratoria”. Vale la pena tratar este “mito” con objetividad y franqueza. La liberación de delincuentes no es consecuencia de fallas en la ley, y no debe inducirnos a prescindir de la presunción de inocencia. La atropellada liberación que indigna a la sociedad es producto de investigaciones deficientes y abstenciones deplorables de quienes tienen el deber de proceder con eficacia y acusar con fundamento.
Por ahora sólo agregaré un tema: el proyecto de Código Penal Nacional. Es necesario contar con él. Lo hemos requerido constantemente. Pero el proyecto no culmina en “un” Código Penal Nacional, sino en un nuevo código federal y en la treintena de códigos estatales en los que se conservarían los delitos “eminentemente del fuero común” (sic).
Tengo la impresión de que en las propuestas formuladas no se ha escuchado al Poder Judicial, personaje indispensable en cuestiones que atañen a la justicia. La reforma constitucional de 1995 se hizo de espaldas al Poder Judicial. Ocurrió algo semejante en la reforma de 2008. Grave ausencia. Para bien de la justicia, ojalá no se repita.
Se relata que cuando las fuerzas de la República habían cercado en Querétaro a los partidarios del espurio emperador, Miguel Miramón dijo con expresión sombría: “Que Dios nos proteja en las siguientes horas”. El Altísimo no intervino y la República triunfó. Quizás ahora podríamos parafrasear a Miramón y decir: “Que Dios —-es decir, la razón— nos proteja en el próximo periodo de sesiones del Congreso”. Si contamos con esa protección, se salvará el Estado de Derecho.
Profesor emérito de la UNAM