En estas jornadas de intensa polémica hemos escuchado discursos de doble signo. Los hay y los habrá que procuran reconstruir al país a partir de la ciencia, la experiencia y el patriotismo. Y los hay —y seguirán— que provienen de la ambición, el encono y el resentimiento. Todos forman parte de la oratoria de nuestro tiempo. Deben ser conocidos y descifrados para entender el presente, prevenir el futuro y advertir la disputa por la nación, que arrecia.

Los enfrentamientos son pan de cada día, con razones y argumentos, o sin ellos: sólo con lenguaje combativo y violento. A veces se utiliza la tribuna libre de la prensa, la academia o los partidos políticos, llamados a fijar posiciones. Y a menudo se emplea el púlpito del poder para disparar a mansalva, sin atender a la ley que reprueba el empleo de las funciones públicas para difundir convocatorias partidistas o denostar a los críticos del gobierno en turno.

No es novedad el uso del poder para servir intereses de facciones o de personas. Nos hemos acostumbrado a esta práctica de campañas anticipadas o rencores acumulados. En todo caso, las palabras andan sueltas, como las pretensiones de quienes las profieren para impulsar su propia versión de la República. Se dirá que esto ha ocurrido siempre. Es verdad, como lo es que sucede ahora mismo a la luz del día, sin pausa ni recato, con creciente gravedad y flagrante olvido de las promesas de transformación a fondo de nuestras prácticas políticas.

Ahora quiero destacar el discurso veraz, ponderado y valeroso de un mexicano ejemplar. Discurso expuesto más allá de nuestras fronteras y fincado en una larga vida de trabajo y honradez intelectual. Eduardo Matos Moctezuma, a quien tengo el privilegio de conocer cercanamente, ha recibido una presea que honra a México. Se le confirió la distinción anteriormente denominada Príncipe de Asturias, hoy Princesa de Asturias, con la que España premia a personas de diversas nacionalidades que han hecho aportaciones de alto rango a la libertad, el progreso y la cultura. Nuestro compatriota acreditó de nueva cuenta su devoción por la verdad, expuesta a través del discurso (testimonio de vida) que pronunció en España cuando recibió aquella distinción.

De ese discurso hay mucho que decir, aunque no tengo el espacio para decirlo. Sólo quiero referirme al trato franco y honrado con que Matos Moctezuma aludió a las relaciones entre México y España: las de hoy, no sólo las que caracterizaron las graves contiendas de los años sombríos de la invasión de América y los siglos que siguieron. No ignoramos antiguos agravios, como tampoco recientes y profundas conciliaciones. Matos impugnó las pasiones oficiales —llamémoslas así— que han pretendido, sin conseguirlo, distanciar a nuestros pueblos.

Y más importante todavía, Matos Moctezuma —el celebrado antropólogo e historiador— se refirió a la necesidad de atender y entender la historia con rigurosa veracidad. Combatió los caprichos de la ignorancia o la pasión, que reescriben los datos de ayer para acomodarlos al imperio de una política circunstancial o una ambición personal. No cuestiono el derecho de mirar el pasado desde las múltiples perspectivas que elijan los observadores, pero rechazo la falsificación de datos. A este condenable desvío se refirió Matos Moctezuma en la tribuna española. La ha destacado también, de manera clara y directa, en muchos foros mexicanos. Su discurso, fincado en ciencia, experiencia y patriotismo, figura en nuestra mejor oratoria nacional.

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Profesor emérito de la UNAM

 

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