En mi artículo anterior (agosto 28, apenas) hablé de la violencia criminal. Hoy no me referiré a ese mal creciente, sino a otras formas de violencia que ensombrecen la vida de los mexicanos. Cierto que por nuestras venas corren pasiones que buscan desahogo, pero cierto también que aquéllas se hallaban medianamente contenidas y no eran el pan de cada día. Hoy sucede otra cosa.

Señalemos una de las fuentes, entre varias, de la violencia que cunde. Es el discurso presidencial, desenvuelto desde los primeros días de un gobierno que se dijo transformador, y que no cesa de transformar la esperanza en desesperación, la paz en contienda, el progreso en regreso. El primer jefe de Morena, que debe ser jefe del Estado y presidente de todos los mexicanos, ha provocado ira y enfrentamiento. Ha cortado a la sociedad con un cuchillo, dejando de un lado a lo que considera su feligresía y del otro a millones de mexicanos que quieren actuar con libertad y temen las infinitas formas de represión que el poder tiene en su arsenal.

No es posible ofender cotidianamente a esos millones de mexicanos, tratados como enemigos, y suponer que el resultado será la unidad nacional. Las invectivas, proferidas con desenfado, constituyen una siembra de ira y encono, que aflora con violencia. Quien debe propiciar la concordia, fomenta la discordia. Y por ese camino discurre, a tumbos, la nación.

Hemos padecido sucesos que ofenden y lastiman. Un grupo de agresores arremetió contra alcaldes electos de la Ciudad de México, que tienen en su haber el voto de numerosos electores y en su contra la aversión del poder político. En la arremetida, hirieron a una alcaldesa y lesionaron a otros mandatarios electos por el pueblo. Independientemente de los motivos “oficiales” de los agresores para embestir a esos mandatarios, su conducta es absolutamente inaceptable y debe ser rigurosamente sancionada. Jamás debió ocurrir. Intimida y avergüenza.

Otro hecho deplorable fue la represión de centenares de migrantes que pretendieron ingresar a nuestra República “hospitalaria”. Entraron en colisión los motivos legales o “legaloides” para estorbar esta marcha y la forma de hacerlo. Hubo despliegue de fuerza y crueldad: fuerza innecesaria y crueldad abominable. Han circulado las fotografías que muestran a los defensores de la integridad territorial maltratando a víctimas caídas, que imploran piedad.

Y hubo otro episodio de violencia, esta vez ajena a los cuerpos oficiales, pero no al clima que domina la vida civil de los mexicanos. Me refiero a los inaceptables bloqueos que impidieron el paso del Presidente de la República en una gira por el estado de Chiapas. También estos son actos de violencia, inesperada si pensamos en quiénes fueron sus protagonistas, aunque no si consideramos los factores que alimentan la exasperación. Tampoco debió ocurrir. Menos todavía, si cabe decirlo, por parte de aliados del Presidente.

Sí, la nación está crispada. Los enconos se desbordan. La ira nos víctima. La siembra de discordia opera como instrumento de gobierno. Las exigencias y los reproches salen del cauce de la ley y la razón. ¿No ha llegado el momento, presidente, de cambiar el rumbo —o el “estilo”— y convocar a los mexicanos a una gran conciliación? Convocarlos, digo, con algo más que palabras —injurias que deben cesar—; convocarlos con hechos que muestren a los partidarios y a los adversarios que todos somos mexicanos al amparo de la ley. ¿Es mucho pedir? ¿No conviene rectificar, a tiempo todavía, antes de que estallen nuevas tormentas en la nación crispada?

Profesor emérito de la UNAM.