Se acumulan nubes ominosas en el cielo de México. Las hubo antes, pero hoy cobran gravedad insólita. Debemos reconocer el peligro que acecha y actuar en consecuencia. No se trata de confrontaciones menores. Lo que está en juego es mucho más que la ambición de individuos o el interés de grupos. Está en juego el destino de México; dicho de otra manera, el futuro de los mexicanos.

Hemos sufrido graves problemas en el curso de los últimos años. Se desplomó el sistema de salud pública. Sufrió quebranto la economía. La educación entró en crisis, acosada por pésimas medidas. Agraviamos a millones de mexicanos, asediados por discursos virulentos. Padecimos por la violencia y la criminalidad desenfrenadas. Soportamos medidas y leyes inconstitucionales. Observamos la presión sobre el Poder Judicial y las consignas sobre el Legislativo. Todo eso y mucho más forma parte de la herencia que este tiempo dejará a los tiempos que vienen. Será el legado de un mal gobierno.

Frente a la intención de concentrar el poder y mellar la democracia bajo un proyecto personal que avanza en el camino hacia la dictadura, algunos ciudadanos tomaron decisiones difíciles. Se trataba de salvar a la República de los errores y desvíos prevalecientes y restablecer el imperio de la democracia. Los grandes males requieren grandes remedios.

Una de esas decisiones fue la formación de una alianza entre grupos políticos regularmente enfrentados entre sí, que finalmente optaron por unir sus fuerzas, sin prescindir de sus convicciones, para frenar el avance del autoritarismo. Esto requirió un gran despliegue de imaginación, valor, generosidad y patriotismo. No fue poca cosa reunir y unir a fuerzas antagónicas, convocándolas a una concertación inédita para contener el paso de la dictadura. No fue sencillo para nadie: priistas, panistas, perredistas, acostumbrados a la discordia, debieron iniciar un proyecto de concordia. Hubo toma de conciencia y ánimo constructivo. De esta forma se logró una alianza que comenzó a rendir buenos frutos.

Entre los riesgos que hoy enfrentamos figura un vendaval cuyas consecuencias serían catastróficas: la fractura de la alianza. El Ejecutivo pregona y alienta esa fractura. Es preciso impedirlo. Tendría un altísimo costo para nuestra democracia. Ciertos desencuentros y disputas crecientes, previsibles o no, han puesto en riesgo la subsistencia de la alianza y la posibilidad de que ésta atraiga, como sería indispensable, a grandes sectores de la sociedad civil, convencidos de la necesidad de unir números y fuerzas en esta batida crucial contra el autoritarismo.

Tengo puntos de vista propios, que he expresado en diversas ocasiones, a propósito de temas candentes, como es la militarización de la seguridad pública, previamente negada por el gobernante en turno, que cambió de opinión en esta materia como en muchas otras. Pero no es este el tema que quiero destacar ahora. Hoy me refiero a la necesidad apremiante de preservar la alianza entre las fuerzas políticas opositoras.

Sin esa alianza no será posible enfrentar y detener el autoritarismo. Perderíamos una enorme —y única— oportunidad histórica. Los dirigentes, militantes y representantes de las fuerzas políticas opositoras deben reflexionar sobre el peligro que corremos y la necesidad de conservar nuestra unidad, sorteando con grandeza las piedras que surgen en el camino. México necesita la alianza. Si prevalece el poder omnímodo, todos habremos perdido lo que amamos y anhelamos: libertad, justicia, seguridad, paz, destino. Vale la pena que los dirigentes reflexionen y se coloquen a la altura de su deber patriótico.

Profesor emérito de la UNAM

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