El caudillo asume la letra del Himno. A la guerra, mexicanos. Vehemente convocatoria, que no ceja. Guerra, guerra, sin tregua. Revela el talante, el estilo y el destino. Nos tiene en posición de combate: contienda civil y contienda exterior. Dos frentes que acaban por ser uno solo. Con arengas belicosas y pasos arriesgados se arma el ánimo de los compatriotas. No importan las graves consecuencias, que velan en la sombra o a la luz del día.

El fervor guerrero se estrenó con la “cuarta transformación”. Formamos regimientos de partidarios y adversarios, enfrentados sin misericordia. El discurso del siglo XIX se trasladó al XXI, y no ha cesado. Cada mañana hay partes de guerra que describen las arremetidas de los traidores a la Patria (es decir, los desleales al caudillo). Se les exhibe para alentar a los partidarios e infamar a quienes no lo son.

Persisten las campañas libradas contra sectores completos de ciudadanos: comunicadores sociales, empresarios, mujeres, niños desvalidos, científicos, legisladores, magistrados, abogados, clérigos católicos, abogados, becarios en el extranjero, por ejemplo, sometidos a una dura contienda. A las discordias civiles se agregan las guerras extranjeras, que van de lo pintoresco a lo alarmante: arremetidas contra la monarquía española (hasta que “pausamos” el enfrentamiento, en un raro armisticio), el Vaticano, el Parlamento Europeo. Se denuncia a las legiones que pretenden escribir (una vez más) la historia del porvenir. Por eso se convoca a combatir al “extraño enemigo”. Los colonialistas y los conservadores no escarmientan.

En los más recientes episodios cobró fuerza —nunca perdida— la antigua tensión con el poderoso vecino, protagonista central de una incesante contienda. Miramos hacia el norte, pero también el norte mira hacia nosotros. La tensión, notoria y creciente, no lo fue cuando ese vecino militaba bajo otro mando, al que halagamos con extrema solicitud. En cambio, arreció cuando quedó a cargo de un nuevo presidente, al que recibimos con tambores de batalla (batientes o en sordina).

Hoy sube la tensión. La coyuntura reside en el cumplimiento de un tratado que suscribimos soberanamente y que al cabo de varios años consideramos desfavorable para el ejercicio de nuestra soberanía: el famoso T-MEC. Para colmo, nos conmovió la alharaca —indescifrada, todavía— de unas guacamayas llegadas de no sé dónde, sembradoras de recelo y confusión. Gotearon veneno. Tenemos, pues, novedades de guerra que es preciso ponderar y resolver para evitar consecuencias devastadoras.

En las guerras más encarnizadas, los no combatientes llevan la peor parte: el pueblo llano, el país comprometido por decisiones que le son ajenas y que, sin embargo, fijan su destino. Esto pudiera ocurrir —y probablemente ocurrirá— en esta pugna acerca del T-MEC que suscribimos muy orondos (y pudimos no suscribir) y ahora queremos impugnar. Hemos iniciado un camino lleno de sombras, que no se disipan con la demagogia que nos convoca al enfrentamiento. Cesarán las consultas y comenzarán los páneles.

¿Qué pasa? ¿Cuál es el verdadero significado de un convenio internacional que provoca tanta discordia? ¿A dónde nos llevaría el litigio que se avecina? ¿Qué consecuencias tendría una derrota judicial: consecuencias para México, no sólo para quien convoca a la guerra? No hay respuestas que disipen la oscuridad en la que opera esta tensión. Conviene que quien lanza a los mexicanos el grito de guerra, aclare primero la justificación y las consecuencias de una pugna que gravita sobre ciento treinta millones de reservistas llamados a filas: el pueblo de México que aguarda el sonido del clarín para definir su vida (o lo contrario) en las trincheras a las que se le está llevando.

Profesor emérito de la UNAM