Estamos bajo metralla, que puebla el horizonte de México. No lo ignoremos y actuemos en consecuencia. Hay que animar la reflexión de los observadores y la conducta de los actores en nuestro escenario político y social. Mantengamos la conciencia despierta y la voz elevada, cada quien en su trinchera.

El silencio de los ciudadanos, que ocurre con frecuencia, puede cobrar un precio elevado: el precio de nuestra vida institucional, de nuestra paz colectiva, de nuestro desarrollo democrático. Hemos comenzado a pagarlo. Y crece. No exagero; sólo formulo un diagnóstico y atrevo un pronóstico sobre los males que acechan a la República. Hoy, la democracia peligra.

Presenciamos la fractura de partidos políticos; el ríspido debate en el Congreso de la Unión; las amenazas del Ejecutivo, que abdica de su papel como factor de concordia y agente de conciliación; la intimidación o la oscura atracción de voluntades quebradizas; el fracaso de estrategias que debieron generar paz y bienestar. Y en esta atmósfera nos disponemos a resolver algunos problemas mayores de la agenda nacional. Lo pretendemos con reformas que pueden extraviar el rumbo y el destino de la República.

En los partidos de oposición han surgido disputas que quizás serían naturales en días de paz, pero no en jornadas inciertas. En las actuales circunstancias, la buena marcha de México sugiere —o mejor dicho, exige— serenidad, ecuanimidad, generosidad. Son las virtudes que podrían orientar nuestro paso y resolver o moderar los problemas que nos asedian. El retorno de México a la democracia —o la consolidación de ésta, si se prefiere decirlo así— requiere la firme alianza entre esos partidos, asociada a la participación convencida y eficaz de la sociedad civil.

Esa comunidad de ciudadanos, aspirantes a la democracia, inclinará los platillos de la balanza y resolverá el futuro. Su fractura traería consigo la victoria del autoritarismo. Ojalá que dirigentes y aspirantes entiendan la gravedad de la situación y pongan en receso sus ambiciones e intereses, para militar exclusivamente en favor de la nación. Es absolutamente indispensable devolver a la palabra —palabra “de honor”— la virtud de convencer para que puedan vencer quienes libran la batalla de la democracia, cuyo futuro se halla gravemente comprometido.

Vemos al Presidente de la República incendiar la pradera, animar vientos de guerra y arremeter contra los compatriotas que sustentan ideas que difieren de las suyas. ¿Es éste el papel del Ejecutivo en una sociedad democrática? Se ha exhibido a los discrepantes, mostrando al país sus rostros. Los coincidentes son patriotas; los disidentes, traidores; y cada uno debe seguir la suerte que dicta el conductor de la República desde la más alta tribuna de la Nación.

En aquella cátedra sombría también doblan los tambores contra el Poder Judicial, cuya misión constitucional y moral es operar como factor de equilibrio y moderación, sin poner la ley —¡jamás!— al servicio de una causa partidista o de un proyecto personal. El Ejecutivo de la Unión (¿de la “Unión”?) no parece entender la misión histórica que le compete ni la que tienen a su cargo los otros Poderes con los que el pueblo ejerce su soberanía (artículo 41 constitucional).

¿Cuánto tiempo y trabajo nos llevará devolver la serenidad a las conciencias, fincar un verdadero proyecto nacional, resolver en común los problemas que nos aquejan, reunir y unir a los mexicanos, arraigar la libertad y la justicia? ¿Y qué hará el Presidente de la República en favor de estos propósitos, abandonando la costumbre de militar en contra?

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Profesor emérito de la UNAM