El gobierno y sus afines, movidos por un hondo resentimiento, han impulsado la división de la sociedad y alentado las contiendas y la venganza. Este proceso marcha bajo las banderas de una renovación hipotética —que es retroceso— y al amparo de un caudillo que concentra el poder y pretende perpetuar su imperio.
La historia refiere muchos empeños semejantes, con trágicas consecuencias. Para afianzar su dominio, los practicantes de estos procesos crean fantasmas, inventan enemigos y se benefician de la discordia, cuyo himno de guerra es el discurso de odio. Hay muchos ejemplos en las páginas de la historia.
Los penalistas se refieren a un “Derecho penal del enemigo” (que ha infectado la ley mexicana, incluso en preceptos constitucionales), y examinan sus raíces y sus consecuencias. Se trata de un orden jurídico construido para separar a los ciudadanos comunes de los enemigos irredimibles que deben ser contenidos e incluso exterminados.
Estos deslindes sombríos no son cosa de nuestro tiempo ni de nuestro medio. Recordemos la cruzada medieval que privó de la vida a las “brujas”, inventadas como enemigas de la comunidad cristiana. Evoquemos las arremetidas del Santo Oficio contra los herejes, consumidos en hogueras punitivas. Y mencionemos la persecución contra los judíos en el siglo XX, identificados por el nazismo y su caudillo como veneno para la sangre de los buenos ciudadanos. En esos tiempos (pero también en éstos, a la sombra de conocidos extravíos) se dijo que el poderoso en turno encarnaba a la Patria, como lo pretenden los modernos feligreses del autoritarismo.
En estos días hemos presenciado y estamos padeciendo un movimiento belicoso que denuncia a muchos ciudadanos como enemigos del poder, adversarios manifiestos o encubiertos de las “verdades oficiales”, aspiracionistas contumaces, liberales peligrosos, “traidores a la Patria”. En suma: enemigos a los que es preciso identificar, combatir y someter a toda costa. Esta marejada de autoritarismo, que inventa enemigos y arremete contra ellos, asumió la tribuna hace pocos años y no la ha abandonado. Por el contrario, la despliega con creciente encono. No hay día en que no propale difamaciones y encienda pasiones.
Últimamente los autoritarios emprendieron otra batalla contra quienes contrarían sus designios. Los calificaron, de entrada, como “traidores a la Patria”, identificada con un personaje elevado a la condición de ser supremo, Mío Cid de todas las batallas. Aquéllos denuncian a los insumisos ante el pueblo engañado, ponen los retratos de los relapsos a la vista de eventuales ejecutores y promueven reacciones enconadas a partir de un discurso de odio que impugna a quienes se apartan de las consignas oficiales.
Hacía mucho tiempo que no veíamos semejante despliegue de ira y encono en una sociedad que se identifica como democrática. Los autoritarios y su guía han violentado las más elementales reglas de la democracia, validos de la siembra de pasiones y la explotación del engaño.
Es necesario que pongamos en claro la ascendencia histórica de quienes ahora nos violentan, su parentesco moral con los perseguidores de brujas y ejecutores de herejes, y su clara cercanía con los seguidores del nazismo y el fascismo. Todos, en su hora, inventaron enemigos. Ojo con los facciosos que pretenden una mayor acumulación del poder, sin límite ni plazo. Ya se nos dijo que en el 24 arrasarían a sus adversarios, es decir, a la mayoría del pueblo de México. Lo mismo sostuvo, hace poco menos de un siglo, cierto personaje que prometió a sus feligreses un imperio que duraría mil años.