Sin sorpresa (porque hay costumbre) y con preocupación y malestar (también son costumbre) escuché las invectivas del presidente de la República —jefe de una facción política— contra la UNAM. En la matinée a la que nos somete, ascendió el tono de la oratoria rupestre y volvimos a enterarnos del concepto que aquel funcionario —insisto, jefe de una facción política— tiene sobre la Universidad. Por supuesto, el orador padece ignorancia acerca de la institución a la que ofende. Deplorable y extraña ignorancia. Deplorable en quien ostenta la más alta investidura política de la República. Y extraña en quien debiera conocer bien a la Universidad, considerando los años que invirtió en ella hasta emerger con un título en la mano.
No es esta la primera vez que el Presidente arremete contra la UNAM. Lo ha hecho desde que asumió el poder. En esta columna me he referido varias veces al encono presidencial contra la Universidad que lo alojó por mucho tiempo. En los primeros días del agobiante mandato apareció el intento de suprimir la autonomía de las universidades públicas. Entonces se dijo que la omisión de la autonomía en el proyecto de reforma constitucional se debió solamente a un ligero error de secretaría. ¡Vamos!
Luego llegó el acoso presupuestal, con propuestas de reducción de los recursos que el pueblo —no el gobernante en turno— destina a la Universidad. Y no han cesado los ataques a ésta a propósito de su régimen de ingreso, los emolumentos de sus académicos, el rumbo de sus investigaciones. Todo ha entrado en esta arremetida que alarma a quienes miramos entre líneas un asedio al ejercicio de la autonomía, que lo es de la ciencia y la libertad.
El Presidente —caudillo, creo que lo dije, de una fracción política— padece un insomnio que lo traslada a 1933, cuando los universitarios discutieron en un congreso de gran calado temas tales como la libertad de pensamiento y el ejercicio de la enseñanza y la investigación. En medio de vuelcos dolorosos, prevaleció finalmente la visión sustentada por Antonio Caso: la Universidad, recinto de libertades, no puede disciplinarse a una sola ideología. Su vuelo apunta hacia infinitos horizontes, hogar del pensamiento libre, la investigación científica, la creación artística. Desde ese congreso han pasado poco menos de cien años. Pero el Presidente, con un siglo de retraso, sigue considerando que no se han movido las manecillas del reloj. Con esta extraña visión conservadora, tan suya, frustra y pervierte la marcha de México hacia el porvenir. ¡Enorme riesgo para los jóvenes que cifran sus esperanzas en las universidades públicas, entre ellas —señera— la Nacional Autónoma de México!
El Presidente consideró que la UNAM ha prescindido de la orientación social que se halla en su origen y se ha plegado a proyectos neoliberales que ignoran las necesidades del pueblo. Absolutamente falso, cuando hablamos de una institución eminentemente popular que impulsa una parte sustancial de la investigación que se realiza en nuestro país. Y en esa ruta de desahogos, que menosprecian la verdad, el orador acumuló reproches a los estudios jurídicos que se hacen en la Universidad. Cuestionó diversas áreas, ofendidas en un alud de insostenibles descalificaciones.
Ojalá que algún día operen el conocimiento y la cordura —ambos heridos cada mañana— y el orador se esfuerce en crear instituciones que merezcan bien de la Patria (no ha creado ninguna) en vez de arremeter contra las que hoy la prestigian, elevadas y sostenidas por otros mexicanos con talento, esfuerzo y generosidad.