Concluiremos un año entre vientos encontrados, que arreciarán en los próximos días. Nos hemos acostumbrado a estas navegaciones, sorteando el naufragio. Ha comenzado el proceso electoral, patrono de huracanes. Sobre nuestras velas también soplarán otros torbellinos: agravamiento de la pandemia, caída de la economía, inseguridad desbocada. Pensemos y resolvamos: ¿acaso no es necesario y urgente adoptar otras medidas para alcanzar otros resultados?
Muchos vientos de hoy tienen que ver con los comicios del 2021, vía legítima para reconsiderar la situación que nos agobia. En las urnas resolveremos —sólo en cierta medida— el destino de México: ¿más de lo mismo, que nos sofoca, o cambio de rumbo y estilo, que nos rescate? Reflexionemos sobre lo que significará nuestro sufragio, sumado a millones. Puesto en un platillo, contribuirá a inclinar la balanza. Que sea en favor de México.
Este asunto reviste características singulares: “ahora no es igual que antes”, para decirlo con la expresión predilecta del provocador de tormentas. Por una parte, observamos la reorientación de fuerzas políticas que se oponen al autoritarismo prevaleciente. Por la otra, miramos la reanimación del discurso autoritario que insiste en ensanchar su imperio. En esta dialéctica, es preciso tomar en cuenta las profundas diferencias que median entre este proceso electoral y sus similares del pasado. Hoy se trata de atajar una dictadura en ciernes.
Varios partidos políticos resolvieron unir sus fuerzas en esta coyuntura. Parecen resueltos a superar tradiciones deplorables e intereses menores. Es una buena noticia. Esta unidad refleja la emergencia en la que nos hallamos. Además, coincide con la opinión creciente de un amplio sector de la sociedad civil, que despierta de su sueño para detener la marcha del autoritarismo y recuperar la racionalidad en las acciones de gobierno. Podríamos avanzar en este sentido —aunque no asegurarlo, por supuesto— si reconstruimos la Cámara de Diputados para constituirla en freno y contrapeso del poder desbordante. También ganará esta causa si nos unimos para definir gobernaturas y congresos locales. Hubiera sido deseable ir más a fondo y más lejos, pero lo alcanzado hasta ahora constituye un paso en el sentido correcto. Alivia y alienta. Sabemos que no es fácil —pero es indispensable— superar filias y fobias particulares en aras del supremo bien de la República. ¿Concertación pragmática? Sí, pero también necesaria.
Por supuesto, hubo reacción iracunda en la trinchera del gran adversario. El jefe del Estado —que “gobierna para todos”— se irguió nuevamente como líder de un movimiento político y encendió la llama de la contienda. Cuestionó el entendimiento entre partidos políticos. De esta suerte intervino flagrantemente en el proceso electoral en marcha. El Instituto Nacional Electoral respondió de inmediato. ¡Ay del Instituto —y del Tribunal Electoral— en estas circunstancias! Tendrá que imponer orden y legalidad a los partidos y también al poder público, que milita bajo banderas partidistas.
El INE está legal y moralmente equipado para salir al paso de estos exabruptos, cuyo líder (que debiera serlo de México, no de una facción, particularmente en estas horas de gran tribulación) se declaró vigilante de los comicios. Pero la Constitución encarga esa vigilancia a otros órganos. Haría mejor el Ejecutivo en alejarse de las elecciones y ofrecernos las garantías que verdaderamente le competen. Su función no está al pie de las urnas, sino en la batalla contra el Covid-19, la declinación económica, la criminalidad devastadora. Que piense menos en su triunfo electoral y más en la solución de los problemas que nos abruman.
Profesor emérito de la UNAM