Hace algunos años, las sentencias de nuestros tribunales no alteraban el sueño de la República. En cambio, lo conmovían las decisiones del Supremo Poder Ejecutivo, secundado por las del Supremo (pero no tanto) Poder Legislativo. Las cosas han cambiado. Nuestros tribunales tienen un vuelo que no tenían y sus decisiones han adquirido una trascendencia que no alcanzaban. Me refiero, sobre todo, a las resoluciones de la Suprema Corte de Justicia.
A golpes de jurisprudencia, la Suprema Corte se coloca en el mismo plano real de los otros Poderes de la Unión. Ya tenemos tres Poderes. Y entre ellos el Judicial adquiere “peso como contrapeso”, valga la expresión, de los otros órganos con los que el pueblo “ejerce su soberanía” (artículo 41 constitucional). Conviene saberlo y aplicarlo.
Esa nueva relevancia de los pronunciamientos de la Corte deriva de su calidad de Tribunal Constitucional y de sus atribuciones —que las tuvo, pero menguadas— para interpretar la Constitución en relecturas cada vez más penetrantes e influyentes. Las antiguas decisiones judiciales interesaron a algunos justiciables; las de hoy interesan a toda la nación. Este es el alcance que pueden tener el amparo, las acciones de inconstitucionalidad y las controversias constitucionales.
Viene a cuentas lo anterior en vista de la sentencia de la Suprema Corte que declaró inconstitucional el tristemente célebre artículo 13 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, fruto de una iniciativa alocada y de su aprobación fulminante en el Congreso de la Unión. Recordemos: cierto legislador tuvo la peregrina ocurrencia de ampliar el mandato del Presidente de la Suprema Corte de Justicia y de los integrantes del Consejo de la Judicatura Federal a contrapelo del texto constitucional, que contiene disposiciones terminantes sobre esta materia. La inconstitucionalidad era flagrante. Lo comenté en esta columna.
La oscura iniciativa fue aprobada en la Cámara donde se gestó —grave inadvertencia, se dijo— y luego acogida en la de Diputados. El tropiezo constitucional se convirtió en tropiezo político (o al revés). Hubo especulaciones sobre la mano que redactó la iniciativa y la que movió la cuna. El presidente de la República, que quizás no había leído la Constitución cuando se aprobó la reforma legal —o no tuvo lectores que lo hicieran— aplaudió el disparate. Así se erigió en garante político de la inconstitucionalidad. Suele suceder.
Pero la inconformidad creció. Hubo reacciones de legisladores, que promovieron una acción de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte, y el propio presidente de ésta llevó el conflicto a la decisión de su pleno. Finalmente, la Suprema Corte resolvió, por unanimidad, lo que parecía obvio desde un principio: ese artículo transitorio, que tanto entusiasmó al Jefe del Ejecutivo, es manifiestamente inconstitucional, altera la división de poderes y afecta la independencia del Poder Judicial, asediado por los otros dos. ¡Enhorabuena por esta decisión, que da en el blanco en un asunto que atañe a la estructura del Estado mexicano y a la independencia de su más alto tribunal!
Celebro el acierto de la Suprema Corte. Agrego el beneplácito por la participación del ministro presidente Zaldívar en la votación —en efecto, no tenía por qué inhibirse— y el aprecio por el ministro José Fernando Franco González Salas, autor del proyecto aprobado por sus colegas. Franco ha concluido el periodo para el que fue electo, y sale de la Suprema Corte por la misma puerta por la que entró: la puerta grande, honrando la supremacía de la Constitución, la división de poderes y la independencia judicial.