En mi artículo anterior mencioné un ofidio imaginario, que discurre en nuestra reciente mitología: BOA. Hoy me referiré a otras criaturas. No son mitológicas, tienen denominación de ave y se les ponen alas para volar: OCAs. Han regresado al centro de la escena.
Primero, una cápsula de historia. Los OCAs son órganos constitucionales autónomos —de ahí las siglas—, creados en las últimas décadas e instalados a un lado de los poderes tradicionales. No se hallan en el Ejecutivo (aunque sus atribuciones estuvieron en el espacio de este poder, que las reclama con nostalgia), ni en el Legislativo (aunque son fruto del legislador constitucional, que los depositó en la ley suprema), ni en el Judicial.
Los OCAs son parte del Estado, pero no del gobierno. Son garantes del régimen democrático y elementos del sistema de frenos y contrapesos que detiene el desbordamiento del poder. Constituyen una frontera para el tirano (y éste lo sabe y lo teme). Custodian sectores de la vida política, social o económica que interesan a la nación. La eficacia de esa custodia deriva de la limpia integración de los OCAs, la solvencia moral y la competencia profesional de sus integrantes y la genuina autonomía de su desempeño. Si reúnen estas condiciones, son piedras en el camino de quien impulsa proyectos personales y pretende el control del porvenir. Si no, ¡cuidado!
Varios OCAs se alojan en el nicho constitucional: Banco de México, Instituto Nacional Electoral (INE), Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI), Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), Comisión Federal de Competencia Económica (CFCE), y más. En otro tiempo, las funciones que hoy tienen los OCAs estuvieron en manos del Ejecutivo, a través de secretarías de Estado o por otros medios de dominación. Los OCAs nacieron a costa del poder central. Es natural que éste las reclame: el río reconoce su antiguo cauce y pretende recuperarlo con una irresistible inundación.
Hace un año publiqué en la revista Siempre un artículo sobre el asedio que comenzaba a oprimir la existencia de los OCAs. Lo intitulé con una pregunta “¿Les llegó la hora?”. Hubo respuestas: sí, les llegó. Y esa hora se avecina de nuevo bajo su signo característico: el exterminio y el autoritarismo. Avanza la devolución del poder. No a la nación, sino a quien la gobierna. Al final del camino se halla una divisa: “El Estado soy yo”.
Los OCAs han padecido el asedio del poder centrípeto, con ansia irreductible. Para satisfacerla, éste se ha valido de instrumentos contundentes. Lo ha hecho por demolición, mediante reformas constitucionales que desfiguran al órgano autónomo y lo devuelven a su vieja querencia, como ocurrió con el instituto para evaluar la educación. Lo ha procurado por erosión de sus recursos y de su prestigio, como saben el INE y el INAI. Lo ha conseguido por imposición, como se vio en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, escenario de una debacle. Se ha servido de candidaturas a modo para integrar la dirigencia de los OCAs, diluyendo la competencia profesional en aras de la docilidad política. Y ha operado por mutación: los órganos autónomos se convierten en dependencias del poder central, con figura de OCA.
Hoy se abre un nuevo capítulo. Otros OCAs podrían volar a las manos que los codician. Sabemos de una iniciativa “inquietante” —es un eufemismo—, que acaso navegará movida por el viento parlamentario: reformas a los artículos 27 y 28 constitucionales. El Instituto Federal de Telecomunicaciones y la Comisión Federal de Competencia Económica perderían su independencia —peor: su identidad— para integrarse en un Instituto Nacional de Mercados y Competencia para el Bienestar, con la Comisión Reguladora de Energía,. En los razonamientos de la propuesta figura el alegato que justifica muchos hundimientos: ahorro presupuestal. Pero el reagrupamiento tiene atractivos: facilita el gobierno del conjunto por una pequeña y compacta directiva —aunque los conocimientos de sus integrantes sean dispares y muy variadas sus competencias— y favorece la designación de mandos más atentos a las solicitudes del poder que a los compromisos con la nación. En fin de cuentas, la subordinación releva a la autonomía y la fluidez política sustituye las engorrosas exigencias de la técnica.
De esta suerte —¡vaya suerte!— continúa el desmontaje de las instituciones en el altar de una laboriosa transformación. No nos reponemos de los golpes a la cultura, la ciencia y la tecnología, y topamos con el desmantelamiento de esta fracción del Estado. Que pongan sus barbas a remojar los OCAs que sobreviven, inclusive el Banco de México, invicta fortaleza …hasta ahora. No reposen confiados en la racionalidad de su misión y la constitucionalidad de su origen. El poder es el poder, y la transformación es la transformación. El que manda, manda. Las aguas corren por el viejo lecho, reclamando su territorio. ¿Lo ocuparán?
Profesor emérito de la UNAM