El que manda, manda; si se equivoca, vuelve a mandar. Esta es la consigna imperial. El nuevo orden que avanza en México asimila esa consigna y la complementa con providencias autoritarias: oscuridad en el ejercicio del poder e indefensión de la sociedad y de los ciudadanos. Ya sabemos lo que antes supusimos: este es el rumbo por el que camina el país y este es el destino que nos aguarda.
Queremos vivir en un Estado de Derecho, donde los ciudadanos estén ciertos de sus libertades, y el poder lo esté de sus deberes y limitaciones. Construir ese Estado requiere mucho tiempo y el trabajo de varias generaciones. Para perderlo bastan una hora y una voz. ¿Es ésta esa hora? ¿Escuchamos esa voz? ¿Y veremos con indiferencia la demolición del Estado de Derecho, la supresión de sus garantías y el ocaso de la esperanza que entraña?
El Estado de Derecho supone el primado de la ley sobre el capricho del gobernante. Y también implica claridad en el itinerario y racionalidad en las decisiones. Propicia el conocimiento de la verdad y la transparencia de la conducta del poder público, sujeto al escrutinio de la sociedad y de sus instituciones. Ni misterio ni impunidad, que solapan el capricho. El gobierno demócrata opera con transparencia, rinde cuentas y asume su responsabilidad.
Dice Norberto Bobbio —un autor con el que debieran estar familiarizados quienes han cursado estudios de ciencias sociales— que la publicidad de los actos del poder “representa el verdadero y propio momento de cambio en la transformación del Estado moderno de Estado absoluto en Estado de derecho”. Esa publicidad permite al ciudadano deslindar lo lícito de lo ilícito e impedir el comportamiento indebido de la autoridad.
Con enorme preocupación tomamos nota de un acuerdo publicado en el Diario Oficial del 22 de noviembre que sustrae de la mirada del pueblo y de sus órganos de control las decisiones del gobierno sobre obras públicas. Las abriga con una declaratoria de “seguridad nacional” para cubrir extravíos del poder desbocado. Establece un “paraíso” para la discrecionalidad en la aplicación de cuantiosos recursos, que son bienes del pueblo, no del gobernante. Obstruye cuestionamientos legítimos que se elevan desde diversos sectores de la sociedad.
Es necesario amparar a la nación frente a peligros verdaderos para su independencia y su integridad. Pero una cosa son los peligros que pudieran mellar la seguridad de la República y otra los caprichos de quien se empeña en sacar adelante, por encima de la ley y la razón, los proyectos con que pretende coronar su gobierno y afianzar su gloria personal. Esta seguridad individual no es seguridad de la nación.
El acuerdo de marras, que ha suscitado estupor, rechazo e inclusive indignación y temor, pone a salvo un número indefinible de obras relativas a comunicaciones, aduanas, aeropuertos, turismo, energía y otras a las que se atribuye —sólo por quien las ordena— carácter prioritario o estratégico para el desarrollo nacional. ¿Es tolerable que se halle a cubierto del debate y el control legal ese conjunto tan amplio y complejo de obras, que debieran quedar a la vista del pueblo y de sus instituciones de control? Desde luego, sabemos cuál es el motivo del acuerdo y cuál será su alcance. Y porque lo sabemos se ha levantado esa ola de estupor, rechazo, indignación y temor frente a otra tarascada al Estado de Derecho. Ya van muchas. ¿Cuáles vendrán?