De nuevo, los temas abundan. No bastará este espacio para enunciarlos. ¿De qué hablar? ¿De la criminalidad que avanza, incontenible, a despecho de planes y discursos y al abrigo de la incompetencia? ¿De la pobreza que cunde, exacerbada por políticas que prometen la redención de los pobres y multiplican el contingente de los desvalidos? ¿De la pandemia que nos coloca entre los países con mayor número de víctimas, a contrapelo de las declaraciones oficiales? ¿Del extraño —extrañísimo— viaje del mandatario a la Organización de las Naciones Unidas —una exhalación, por fortuna— para reclamar allá lo que no ha hecho aquí?
Temas sugerentes, sin duda. Pero también hay otros que nos conmovieron en estos días, entre ellos la representación del Instituto Nacional Electoral y su presidente en la escena parlamentaria, enfrentando una dura prueba. Sabíamos que la comparecencia del presidente del INE tropezaría con obstáculos tendidos por una muchedumbre ávida de lanzarse a la yugular del órgano electoral y de quien lo preside. El montaje de los aguerridos obedeció a la batuta de quien ha embestido a esa institución para urdir la derrota final de la democracia y anticipar el imperio de la dictadura. Pero el INE y su presidente remontaron las trampas con entereza, una virtud que opera como secreto de supervivencia.
El Instituto Nacional Electoral es la obra de varias generaciones de compatriotas comprometidos con el desarrollo de México en condiciones de libertad y justicia. Ese desarrollo pasa por la aduana de la democracia política, cimentada en instituciones y convicciones, esperanzas y cumplimientos. Al cabo de largas batallas aparecieron las instituciones electorales que hoy tenemos. Glorificadas primero, ahora son combatidas con saña por quienes proponen una vuelta al pasado remoto con entrega del poder electoral al Poder Ejecutivo.
En los últimos meses —pero cediendo a una vocación autoritaria de muchos años— el Ejecutivo enfiló sus baterías contra el Instituto Nacional Electoral, colmado de amenazas: desaparición o mediatización a través de una reforma constitucional derogatoria de la democracia, desprestigio por medio de arremetidas que pretenden empañar el prestigio y la credibilidad del Instituto, negativa de recursos indispensables para el cumplimiento de sus tareas, animación de fuerzas demoledoras que se despliegan desde reductos partidarios o parlamentarios. Y así sucesivamente.
Frente a ese asedio, el Instituto Nacional Electoral y su presidente Lorenzo Córdova han echado mano de su talento, probidad y patriotismo para cumplir los deberes constitucionales y éticos que les incumben. Lo han hecho contra viento y marea. Bajo la lluvia de invectivas, los resultados han sido positivos. El último episodio —ojalá que fuera el último— quedó a la vista en la comparecencia del presidente del INE en la Cámara de Diputados. Registramos los detalles con estupor y vergüenza. A merced de sus atacantes —que lo son del INE y de la democracia—, el funcionario hizo lo que el Instituto ha hecho en estos años: responder con entereza. Quedó a salvo, no así sus atacantes.
Creo que la misión que aguarda al INE es mantener esa conducta incólume, dar testimonio de integridad y eficacia, rechazar con el comportamiento —no apenas con las palabras— las difamaciones que se le dirigen. En otros términos, el porvenir del INE reside en la entereza con que afronte el estado de sitio que se le ha impuesto. Y de esa entereza, reducto frente a una previsible dictadura, dependerá en buena medida el porvenir inmediato de nuestra democracia. En ello van el honor y el destino de México.