En 1974 Daniel Cosío Villegas publicó una obra que hizo fortuna: “El estilo personal de gobernar”. Necesitamos exámenes de ese calibre para consumar la radiografía del estilo devastador que prevalece. Cada vez hay más ensayos “radiográficos”. Florecen, animados por los vicios y desatinos que caracterizan el ejercicio del Ejecutivo. Miro algunos títulos elocuentes: “Regreso a la jaula”, de Roger Bartra, y “Un gobierno que el bien lo hace mal y el mal lo hace bien”, de Carlos Sempé. Y muchos más.
Cuando se avecinaba el relevo de 2018 creímos llegada la hora de curar dolencias y emprender un nuevo curso. Hubo mensajes estimulantes: la nación viraría, guiada por un buen timonel. Esta esperanza animó a los ciudadanos que acudieron a las urnas para apoyar el cambio -la “transformación”, se dijo- con un sufragio copioso. Pero al lado de los padres de la patria que figuraban en la estampa republicana propalada por el flamante gobierno -una marca ambiciosa- surgió la figura de otro progenitor. Éste sería el padre de la transformación.
No pasó mucho tiempo sin que cundiera el desengaño. En la fragua, presidencial se forjó una inagotable serie de errores y frustraciones, que exhibieron el nuevo estilo de gobernar: destrucción emprendida con furia desde la cumbre del poder. Gran despliegue de resentimiento. Injuria y vindicta. Esperábamos un estadista. En cambio, recibimos un caudillo colmado de amargura: caudillo de facción, no conductor de nación. El caudillo se ha tirado a fondo, estocada tras estocada, con dos herramientas aniquiladoras: demolición de instituciones y división de la sociedad. Este es su estilo de gobernar, destruyendo.
La demolición de instituciones ha sido persistente y despiadada. El caudillo -que no estadista- ha ejercido un sistemático institucidio. Y no ha creado una sola institución que sea cimiento de una nación democrática, desarrollada y promisoria. La división de la sociedad ha corrido por el mismo cauce, sin pausa: el legado que hoy tenemos es una sociedad en la que proliferan las injurias, los enconos y las discordias, caldo de cultivo de males que tienen un oscuro desenlace. Por lo pronto, siembra de vientos y retorno al pasado.
Institucidio y discordia nutren uno de los peores proyectos políticos que pudimos imaginar: el desmontaje de la democracia a manos de una concentración del poder que lleva del autoritarismo a la vecindad de la dictadura. Algunas predicciones ominosas regresan al escenario. Nos asedian reformas en el horizonte constitucional, legal e institucional que confirman el propósito de sustituir la democracia por el capricho y la imposición. El caudillo es diestro en estas transformaciones.
Esto viene a cuentas cuando avanza el asedio a instituciones democráticas, garantías de la vida social, y a los derechos individuales, reductos de la libertad personal. No es fácil contener el ímpetu regresivo. Los controles del poder están sujetos al acoso del Ejecutivo, implacable en el fondo y en la forma. Llueve metralla sobre el Congreso, la judicatura y los organismos electorales, cuya suerte se resolverá en los próximos días.
No perdamos de vista -para reflexionar y actuar en consecuencia- que el peligro no se cierne apenas sobre el INE, al que se pretende aniquilar, sino sobre el Estado de Derecho y la democracia. Todo a una. Nada menos. Esta es la verdadera dimensión del acoso que entraña ese estilo personal de gobernar, destruyendo.
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