Invoquemos nuevamente el Estado de Derecho (e incluso lo que algunos llamarían “decencia republicana”) cuando se trata de dirimir contiendas que afectan a la vida política de la nación. Digo esto por el asombro que nos ha causado (o lo diré en primera persona: me ha causado) el asalto a las instalaciones del Partido Revolucionario Institucional, o mejor dicho, al partido político mismo, por parte de un grupo que exigía, con las armas en la mano (no las armas de la razón y de la ley, sino de la fuerza), la renuncia del presidente de ese partido y (supongo) la convocatoria formal a la elección de una nueva directiva.
Hay vientos de fronda sobre el PRI, como sobre otras formaciones políticas. Los arrebatos cunden. Se ciernen sobre las organizaciones opositoras, pero también sobre las que favorecen al poder omnímodo. Estos son gajes del oficio, a los que están acostumbrados los partidos políticos. Pero lo que es admisible y tolerable puede convertirse en inadmisible e intolerable cuando se transita de la lucha por el poder al asalto del poder sin miramiento hacia la ley ni hacia la voluntad, libremente expresada, de quienes integran la asociación política cuyas puertas se encadenan y cuyos dirigentes quedan sujetos a la vulneración de derechos y libertades.
No estoy militando por tales o cuales personajes, cuyo desempeño se halla sujetos al escrutinio de quienes integran un partido político. Nadie —ni presidente ni comités nacionales— se sustraen a la deliberación y decisión de sus órganos internos y de sus correligionarios. Pero hay una gran distancia entre el ejercicio de esta facultad de inspección y decisión y el asalto a una organización política. Esto se asemeja claramente a la autojusticia que algunos pretenden ejercer. La defenestración no es justicia (no en estos casos), sino exclusión de la justicia en aras de la imposición de soluciones y la aplicación de sanciones espada en mano.
Por otra parte, diré que hoy necesitamos contar con partidos políticos fuertes, con dirigencias legítimas, que hagan su parte en el pandemónium que prevalece en la vida política de nuestro país. Esta necesidad abarca, claro está, a todas las organizaciones políticas vigentes, legítimamente constituidas, sin distinción de colores y banderas. Lo que digo de uno lo puedo afirmar de todos, sin perjuicio de mi propia preferencia: tanto quienes se han colocado claramente en una trinchera legítima como quienes los enfrentan desde otro reducto que cuenta con la misma legitimidad. Y es función del gobierno en turno proveer a todos —sin miramiento en virtud de simpatías y sus diferencias— de las garantías legales indispensables que permitan su desempeño y aseguren la integridad de sus militantes y simpatizantes.
Lejos de festejar la agresión a un partido, las otras organizaciones políticas debieran deplorarla y denunciarla, poniendo cada una sus propias barbas a remojar y absteniéndose, por supuesto, de arrojar leña propia en la hoguera ajena. Y los militantes debieran elevar la voz y exigir —no apenas suplicar o pedir— a sus colegas (si lo son de veras) observancia puntual de las vías legales para expresar exigencias y dirimir conflictos. A nadie agravia esta opción civilizada para el ejercicio de los derechos. A todos lesiona, en cambio, la opción violenta. No sólo al partido afectado, sino a la vida política de un país que avanza con tropiezos y requiere la restauración del Estado de Derecho, hoy tan erosionado.