Todas las horas son horas de la educación. Deseo éxito a quienes tienen en sus manos —en la nación y en las familias— la educación de los mexicanos. Pero el panorama es sombrío. En él militan dos adversidades: la abismal desigualdad, que no hemos corregido, y el gran viraje de la educación, para el que no estamos preparados.
Recibimos la pandemia con las modalidades que impone la desigualdad imperante. Una recepción “a la mexicana”, colmada de vicisitudes. Sobre ella estamos redefiniendo el porvenir. La moneda está en el aire. ¿Cómo caerá? Hay pronósticos fundados. ¿Cuál es el suyo, amigo lector?
La educación es factor de una sociedad democrática, favorece la capilaridad social, dota de oportunidades a quienes llegan al mundo sin ellas, uniforma la suerte de los ciudadanos para que sean compatriotas. Habíamos avanzado, lentamente. Ahora podremos retroceder con celeridad. Bajo el viento de la desigualdad, la pandemia compromete el porvenir de la nación. En este marco, la educación deviene un asunto de fortuna, más de lo que fue.
Millones de niños se verán desalentados por la carencia de medios para entrar, bien equipados, a la lucha por la vida. Me refiero a una vida genuina, no sólo supervivencia. Muchas familias no cuentan con los recursos que les permitan llevar adelante, en serio y con eficacia, la educación que requieren sus hijos. ¿Cómo pretender que haya educación para todos, cuando no todos tienen los medios para recibirla?
Las condiciones materiales en un buen número de viviendas, las circunstancias en que se desarrolla la convivencia familiar, las diversas necesidades de los niños que forman parte de una misma familia y las múltiples presiones que gravitan sobre ésta, complican el desarrollo de los programas educativos. Añádase la necesidad de que los jóvenes aporten recursos a su familia, oprimida por la incontenible declinación de la economía, que se insiste en negar. He ahí la constelación que conspira contra el viraje efectivo y radical de los procesos educativos.
La desigualdad prevaleciente está abriendo grandes fisuras en nuestra sociedad. No cerrarán en mucho tiempo. Había más de “un México”. Éramos y nos sabíamos diferentes. Y ahora el drama de la educación profundiza las diferencias entre los mexicanos y el abismo que separa a los vulnerables de los afortunados. Seremos conciudadanos, pero no necesariamente compatriotas. ¡Cuidado!
Entramos a la pandemia en condiciones de profunda desigualdad. Ciertas acciones de gobierno inciden en la mirada que se dirigen las fracciones —o, mejor dicho, las “facciones”— de la sociedad. No hay certeza sobre el tránsito que seguimos, sus estaciones y su puerto de arribo. Pero sabemos, eso sí, que al salir de la pandemia se habrá agravado la desigualdad que padecemos. Será la peor herencia de la pandemia: siembra de pobreza en la tierra yerma. En fin, injusticia. ¿Seremos otra sociedad? No, seremos la misma, con nuevas y graves complicaciones.
Bajo el imperio de acontecimientos que no controlamos, con fracturas sociales y entre fuerzas encontradas, pretendemos reconstruir la nación y sus instituciones. La desigualdad jugará un papel decisivo en este proceso. Disminuiría su influencia si pudiéramos forjar un nuevo pacto social. No digo un catálogo de ilusiones, sino un verdadero acuerdo nacional que alivie la situación en que nos hallamos y prevenga la que se avecina.
Pero la posibilidad de alcanzar ese pacto —y más: la necesidad de lograrlo cuanto antes— no está en la agenda de los factores de poder que disputan la nación. El discurso en la tribuna mayor va en otra dirección. La salud y la educación importan menos que la obsesiva concentración y retención del poder. En la vecindad del abismo, mellamos el Estado de Derecho y abonamos al encono y al escándalo. La educación no es el tema mayor en las ocupaciones de quien opera como actor y gerente de un gran espectáculo que mira hacia las futuras elecciones, no hacia las futuras generaciones.
Profesor emérito de la UNAM