Observamos el fraude identificado como revocación de mandato. Viciado en su concepción, quiso ser reelección a la mitad del sexenio presidencial. Se alentó con discursos y recursos a granel, con quebranto de la ley. De esta manera sufrimos un embarazo extrauterino que culminó en un parto calamitoso. Sirve como experiencia para el tiempo que vendrá. Severa experiencia para la democracia, pero no será por fuerza devastadora si acertamos en el diagnóstico y aprovechamos la enseñanza.

La consulta —o lo que sea— fue muestrario de los errores y horrores que podrían caracterizar otros episodios en el itinerario de una democracia en constante riesgo. Destaquemos, por lo pronto, que no atrajo, ni remotamente, el torrente de sufragios que temieron sus opositores y anhelaron sus partidarios. La concurrencia de menos del veinte por ciento de los ciudadanos que pudieron sufragar —“haiga sido como haiga sido”— no es cosa menor. Pero es un hecho superior —¡muy superior!— que la abrumadora mayoría se abstuvo de caer en la trampa, pese a la convocatoria personal del presidente de la República, secundada por un ejército de funcionarios. Este es un hecho irrefutable y saludable.

El gobierno se “tiró a fondo” para reclutar sufragantes. Lo hizo a través de los métodos clientelares que cultiva y seguramente acentuará con desenfado. También emprendió un reclutamiento avasallador, en el que tomaron parte numerosos legionarios encabezados por el mandatario ratificado. Ningún freno detuvo esta movilización espectacular. El principio de legalidad, propio del Estado de Derecho y de la democracia, se vio suplantado por un “principio de ilegalidad” que campeó a la luz del día y a voz en cuello.

Quien antaño mandó al diablo las instituciones, hogaño embistió en forma directa y explícita contra la ley. Muchos seguidores, alentados por el ejemplo, quebrantaron sus responsabilidades institucionales y se lanzaron a la campaña proselitista. Sobran las pruebas, ampliamente divulgadas. No hay necesidad de recurrir a otros datos. Quedó a la vista la fragilidad de la ley, combatida desde la cumbre del poder. En fin de cuentas, lo que se puso a prueba fue la eficacia del orden jurídico y de la convicción democrática del gobernante para encaminar con legalidad los procesos políticos.

Se dividieron los opositores al proceso fraudulento. La mayoría se abstuvo de sufragar. Es preciso destacarlo como dato sobresaliente de este episodio inquietante. Puso de manifiesto un enorme malestar. La necesidad de rechazar el fraude caló en la inmensa mayoría de los ciudadanos, que se alejaron de las urnas. Su distanciamiento mostró el ánimo que prevalece.

Este rechazo mayoritario debe ser ponderado en el análisis sobre el parto de la ratificación. Enhorabuena para la democracia y bien para la nación. Pero también hubo un sector que sufragó con ingenuidad. Su voto no funcionó para los fines que deseaban quienes lo emitieron. Ese puñado de sufragios (que respeto) acreditó una debilidad que el gobierno aprovechará en su inagotable discurso propagandístico.

Pero el asunto no termina aquí. La fiebre de poder se lanzará inmediatamente a otras aventuras que llaman a la puerta, frenéticas. En el orden político, la que ahora se avecina es la furiosa pretensión de trastornar el sistema electoral, eliminando progresos democráticos e incorporando elementos dictatoriales. Debemos evitar esta demolición anunciada, cifrando en ello los recursos legítimos a nuestro alcance. Ante todo, reconociendo el peligro y elevando la voz sin pausa ni reposo. De no hacerlo pagaremos un alto precio.

Profesor emérito de la UNAM

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