Cada día trae sus males, que disipan los bienes. Los provoca quien debiera proponer soluciones para aliviar los problemas que nos oprimen. Prevalecen los disparates políticos, los quebrantos económicos, los deslices culturales, los arrebatos que azotan con ocurrencias de diverso calibre. Nos estamos acostumbrando a recibir y soportar los tropiezos cotidianos. Resignados, apuramos la receta de promesas y falacias. Y ahí vamos.

Un ejercicio socorrido, que genera daños mayores, ha sido el fomento de la discordia y la proliferación del encono. Se dividió a la sociedad mexicana en bandos beligerantes: de un lado, los partidarios del rumbo caprichoso, desprovisto de razones, que el caudillo impuso a la República expectante, y del otro, los adversarios, opositores, enemigos; rotulados como conservadores, son el objetivo de invectivas sistemáticas. Y así ha crecido la distancia entre los mexicanos, forzada por el discurso, instrumento de gobierno y agente de discordia.

Cuando inició esta etapa, el flamante caudillo, poseído de resentimientos, midió sus fuerzas con ciertos grupos a los que tildó de corruptos. Había que aclarar quién gobernaría en México. Y quedó aclarado cuando resolvió la cancelación del aeropuerto de la Ciudad de México, proyecto de neoliberales. Así comenzó la obra de Santa Lucía. No sabemos ni sabremos si realmente hubo corrupción en el proyecto de Texcoco, ni cuánto costó cancelarlo y realizar el nuevo aeropuerto donde se hallaba la base militar de Santa Lucía. No hubo transparencia ni rendición de cuentas. Las versiones son encontradas, y el gobierno no aclara ni prueba ni debate.

En todo caso, avanzó la obra insignia de una transformación jactanciosa, y tendió sus pistas en el plazo ofrecido. Y aquí viene la preocupación que motiva este artículo. Me duelo de que la obra de Santa Lucía haya servido para generar nuevos enfrentamientos, esta vez profundos y de oscuras consecuencias. Por eso titulé estas líneas con una advertencia: ¡Cuidado! Con énfasis: ¡Mucho cuidado!

Sucedió que en el nuevo aeropuerto se instaló un puesto de tlayudas. Ignoro si existía un reglamento sobre instalación de pequeños negocios como el que ahora menciono. En todo caso, la proveedora de tlayudas brindó su producto a los visitantes de Santa Lucía, que lo disfrutaron. Santo y bueno. Ahí debió parar este asunto. No tenía por qué ir más lejos ni desencadenar una confrontación de pronóstico reservado.

Pero comenzó el desaguisado, que aprovechó de inmediato quien se vale de todo para sembrar distancias entre todos y alentar el combate. Encaramado en la más elevada tribuna, como suele, tomó a su cargo las críticas que se enderezaron sobre el pequeño comercio y dictó una interpretación personalísima del suceso. Con banderas desplegadas dijo que los críticos habían puesto en evidencia su condición racista y clasista, nada menos. Vaya enjundia sociológica.

Penetró el cuchillo: por obra y gracia del gobernante quedó a la vista otro factor de discordia, esta vez muy hondo, construido en las matinées que soportamos. Despertó animosidades que tienen su caldero en la profundidad del alma colectiva. Con ánimo rijoso, xenófobo, irresponsable, ofreció su propia versión sobre las razas y las clases e invitó a los compatriotas a formar filas en la raza y en la clase de su preferencia. Por supuesto, la inscripción queda a cargo del gobierno.

Esto ha sido demasiado. Nadie tiene derecho a provocar este género de discordias, arando en hondos desencuentros. Y menos que nadie lo tiene quien debiera aliviar las distancias ancestrales que aún existen y moderar los ánimos que se exaltan fácilmente. Por eso reprocho la mala ocurrencia del gobernante y digo ¡Cuidado! Esta vez fue muy lejos.

Profesor emérito de la UNAM

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