Hay quienes ascienden al poder con aureola de legitimidad. Con ella amparan su conducta y enfrentan la crítica. Pero no basta la legitimidad de inicio, como no bastan los primeros pasos para recorrer un largo camino. Hay otros datos para valorar la legitimidad de un gobierno refugiado en aquella bandera. La legitimidad tiene tres dimensiones: origen, gestión y resultados. Las tres definen la legitimidad integral de un gobierno y, por supuesto, de quien lo preside. Apliquemos estos conceptos a nuestro caso.
Parece claro que el conductor de la nave empuñó el timón con legitimidad de origen. Asumió su inmensa responsabilidad montado en el desprestigio de las administraciones precedentes y provisto con la esperanza de un amplio sector de la población. Sus cifras electorales —los números de 2018— desbordaron las predicciones.
Fulguró la legitimidad de origen y el redentor asumió la enorme tarea de complementarla con legitimidad de gestión. Asegurarla constituía su horizonte inmediato, además de su inexorable deber. Para ello, la nación puso en sus manos un doble beneficio: de la confianza, entregada generosamente, y de la duda, que se concede a quien apenas inicia una encomienda.
Tras las primeras palabras del ungido, que parecieron alentadoras, llegaron las segundas —acompañadas de las acciones— que generaron desconcierto. Menudearon los tropiezos y las decisiones fulminantes y arbitrarias, aunque estas calificaciones no fueron unánimes. Comenzó a cuestionarse la legitimidad de gestión. En respuesta, el gobernante sembró la división entre los ciudadanos: de un lado, los partidarios (“nosotros”); del otro, los “adversarios”, culpables de los males del pasado y de los avatares del presente. Ese fue el argumento para justificar un desempeño azaroso. Pronto se ensombreció la legitimidad de gestión.
Ha pasado el tiempo, suficiente para emprender un juicio sobre la tercera manifestación de la legitimidad. Ya se puede medir la legitimidad de resultados en la única forma en que es razonable hacerlo: con resultados. Obviamente. Es verdad que este capítulo se halla en su primer tercio. Buenos golpes de timón y de razón podrían modificar su rumbo. Pero malos golpes —que se advierten bajo el más elemental cálculo de probabilidades—, podrían afirmarlo. En este caso se extremarían las características de una marcha que hacemos a tumbos, con graves confrontaciones y quebranto de lo que aún llamamos una sociedad democrática.
En otras palabras, si practicamos una evaluación ahora mismo —que es pronto, pero luego podía ser demasiado tarde—, la calificación sería desfavorable. No hablo solamente de la pandemia, que no es culpa del gobierno, aunque sí lo sean muchas medidas adoptadas para contenerla. Hablo de otros resultados visibles, que son fuente para el desencanto, la angustia y la ira de un creciente número de ciudadanos. En el catálogo se hallan, sólo por citar asuntos voluminosos, la declinación económica y el fracaso en seguridad. Hay mucho más, pero no espacio para ponderarlo en estas líneas.
Así ha comenzado una nueva reflexión sobre legitimidad, que no quedó congelada cierto domingo de julio de 2018, ni se reduce a una tormenta matinal de invectivas. El agua siguió corriendo bajo el puente. Sus olas impulsan el juicio hacia esas las otras dimensiones de legitimidad que he mencionado: gestión y resultados. Conocemos los testimonios del pasado, pero hoy necesitamos descifrar las claves del presente y el porvenir que nos aguarda. Sin endoso de errores. Dejemos atrás los números de 2018 y veamos los hechos que sobrevinieron, datos de una legitimidad que se desvanece.
Profesor emérito de la UNAM