Recientemente asistí a la ceremonia en que el Tribunal de Justicia Administrativa de la Ciudad de México celebró el quincuagésimo aniversario de su creación, entonces como Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Distrito Federal. Este órgano jurisdiccional —creado fuera del Poder Judicial— se instaló el 17 de julio de 1971. Respondió a una evidente necesidad cuya satisfacción aguardó, sin embargo, mucho tiempo. Era necesario contar con un tribunal que resolviera las controversias entre la administración pública y los ciudadanos (se les suele denominar “administrados”), con los medios y los criterios propios de la jurisdicción, no de la administración, que no debe ser juez y parte en estas controversias. Dimos el paso a imagen y semejanza de la justicia administrativa europea, creada por Napoleón Bonaparte, que atendió el problema a través del Consejo de Estado, una de sus criaturas institucionales.

En México, la justicia administrativa tiene una larga historia, con raíz en el siglo XIX y específicamente en las propuestas de Teodosio Lares, lamentablemente asociado al espurio imperio de Maximiliano. En época más reciente, hubo notables trabajos de abogados descollantes que culminaron en la creación del Tribunal Fiscal de la Federación, antecesor del Federal de Justicia Administrativa. Su equivalente para la Ciudad de México es el órgano jurisdiccional al que me referí en las primeras líneas de esta nota. En su lejano día de fundación, lo presidió un jurista y político apreciable, Jorge Gabriel García Rojas, y fue orador principal el notable maestro —maestro mío, desde luego— Octavio A. Hernández.

Entiendo que en las cinco décadas corridas desde entonces hasta hoy, ese tribunal ha servido bien a los ciudadanos, en cuyo favor se ha pronunciado la mayoría de las sentencias. Pero ahora no pretendo referirme tanto a la marcha del tribunal como a su integración, en la que ya figura un amplio conjunto de mujeres, magistradas que comparten la función y la misión jurisdiccionales con sus colegas varones. Cuando se instaló el Tribunal, sólo hubo una mujer entre sus integrantes: Guadalupe Aguirre Soria. Hoy se ha logrado lo que llamamos “paridad de género”. Esto, merced a decisiones legislativas y ejecutivas que operan como “medidas afirmativas”, mientras llega el momento de que nuestra cultura, modificada de raíz, abra las puertas con franqueza y convicción a una representación paritaria que refleje la composición de la sociedad.

En la ceremonia a la que me refiero se aludió a esta renovada composición del Tribunal de Justicia Administrativa, así como al plausible ingreso de muchas mujeres a la judicatura federal. Enhorabuena para las mujeres, pero también para los varones y para el país en su conjunto. Hay que marchar por este camino y adoptar la llamada “perspectiva de género” no solamente en la instrucción y solución de los procesos, sino en la integración de los tribunales. Nuestra tradición milenaria no favorece este rumbo: los grandes jueces han sido varones, desde el Juez Supremo —barbado y solemne— hasta los encumbrados jueces nacionales y los juzgadores de novela y de leyenda: así, el impecable Salomón, modelo de sabiduría, y el buen Sancho, administrador de justicia en Barataria. Pero hoy el viento sopla en otra dirección: hacia la presencia de las mujeres en todos los órdenes del poder público. Uno de ellos, quizás el más noble, es el judicial. Pronto habrá paridad, no porque así lo ordenen las medidas afirmativas —fuertes golpes en el portón de la equidad—, sino porque así lo reclama una justicia elemental. Bienvenidas, señoras.

Profesor emérito de la UNAM.

Google News

TEMAS RELACIONADOS