En mi entrega anterior sobre el annus horribilis que concluye (si acaso concluye) no pude mencionar el atentado contra Ciro Gómez Leyva, testimonio de una terrible realidad en materia de seguridad, pero también —y no menos— de la situación que prevalece donde se cruzan la seguridad y la política. En este cruce nos hallamos todos, víctimas potenciales y victimarios de diversa laya.

La reacción del caudillo fue irracional, como suele ocurrir: descalificó a la víctima y culpó a los adversarios de su gobierno. Esta apreciación oscurece el ambiente, más todavía, y prohíja conductas criminales. Además, revela una baja condición moral en quien debiera ser ejemplo de virtud política y solidaridad humana.

El atentado fue obra de criminales. Obviamente. Pero no se agota en éstos la responsabilidad. También la hay en quien desde la cumbre del poder político (y en su escala descendente, hasta el abismo) ha propalado el odio y la violencia. El sembrador de vientos cosecha tempestades. Y éstas se vuelcan sobre todos.

En 2022 hubo infinidad de informes y declaraciones que mostraron el enorme fracaso del gobierno en el rubro de seguridad pública. Han sido pésimos los resultados de la estrategia adoptada, si la hubo. Falló el Plan Nacional de Paz y Seguridad, con su cauda de implicaciones constitucionales, legales e institucionales.

En ese Plan se advirtió que cuando las instituciones “fallan en su responsabilidad de preservar la vida, la integridad y la propiedad de las personas y las poblaciones, entra en crisis su primera razón de ser (…) y se pone en peligro la existencia misma del Estado”. En la jactanciosa iniciativa de reforma constitucional del 20 de noviembre de 2018, se hizo notar —mirando al pasado— que “el incremento de los índices delictivos (…) destruye el tejido social”. En aquellos días se aseguró que el próximo gobierno recibiría “una seguridad en ruinas y un país convertido en panteón”. Al diagnóstico siguieron las promesas. ¡Vanas promesas!

Hoy, mirando al presente en la víspera del 2023, podemos preguntar: ¿Qué cambió? ¿Dónde está el paraíso prometido? ¿Dónde la recuperación del Estado de Derecho? ¿Dónde la conversión del cementerio en jardín florido? ¿Dónde la declinación de la criminalidad y el imperio de los derechos humanos? ¿Dónde el “nuevo modelo policial”, anunciado en la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, de 2019, que redimiría la acción preventiva del poder público frente a la delincuencia?

Contamos con excelentes informes de organizaciones de la sociedad civil que hacen luz en este mar de sombras. Por ejemplo, los “Hallazgos 2021”, de México Evalúa, y los datos que provee Impunidad Cero. En ambos casos se da cuenta de la gravísima impunidad prevaleciente en todos los órdenes del panorama criminal, que propicia nuevos delitos.

También disponemos de numerosos estudios sobre seguridad y justicia penal, como los reunidos por CEPOLCRIM y por las XXIII Jornadas sobre Justicia Penal, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y la Universidad de Guanajuato, cuyas conclusiones son desoladoras. Agreguemos los espléndidos artículos de Héctor de Mauleón: “Un año de sangre para no olvidar”. Todos ofrecen verdades que entran en colisión con el discurso mañanero, rupestre y ensordecedor.

Pero más allá de informes y estudios recojamos el clamor que se eleva en todo el país: la inseguridad prevalece y pone en jaque la paz y la vida de los ciudadanos. ¿Se trata de una asignatura pendiente, como se dice con eufemismo? No, es un fracaso espectacular que corona el annus horribilis 2022. Ahora preguntemos, con pavor: ¿Y cómo llega el 2023?

Profesor emérito de la UNAM
 

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