Nuestro mandatario ha armado bataholas que es indispensable comentar con viva preocupación: la relación México-Estados Unidos y los señalamientos contra los médicos y la UNAM (a la que tilda como su “alma mater”). De todo esto, que está dañando severamente al país, me ocuparé en futuras entregas. Hoy quiero tocar otro tema crucial que no debemos olvidar, distraídos por las infinitas ocurrencias proclamadas en implacables matinées.
En nuestra ley penal figura el delito de “amenazas cumplidas”. Se comete cuando una persona se proponer inferir un mal (la amenaza) y lo causa efectivamente. Nuestro mandatario, que actúa con raro talento y suprema delicadeza, suele desplegar amenazas que sacuden la vida de la nación. Y sabe cumplirlas, por supuesto. Es perito en amenazas cumplidas. Lo son las iniciativas de reforma constitucional sobre temas de enorme trascendencia. No las ignoremos, aunque las circunstancias de hoy, urdidas en la misma fragua, desvíen nuestra atención.
Desde hace tiempo, el Presidente de todos los mexicanos anunció ciertos males que se abatirían sobre la República. Mencionó una reforma en generación de energía. Aludió a ciertos cambios en materia electoral. Y amenazó con modificaciones en el rubro de la Guardia Nacional. Hubo cumplimiento. Comenzaron a llegar las iniciativas con formidable consigna: no cambiar ni un punto ni una coma. Por fortuna, la reforma eléctrica zozobró, abatida por la sensatez. Pero pronto sonará la hora de resolver las otras propuestas. Los legisladores habrán de remontar las arremetidas que les dirige el poder imperial.
Quienes se proponen contener el ímpetu del Ejecutivo anuncian que la reforma electoral no pasará. Convengo en que hay razones poderosas para que no transite. Los opositores no incurren en un arrebato caprichoso para frenar otro de la misma naturaleza. Exponen sólidos argumentos en favor de los progresos democráticos que ya hemos alcanzado y que podríamos perder (sin perjuicio de revisar —con serenidad y lucidez— lo que se deba mejorar). Obviamente, también habrá que revisar las pretensiones ocultas, si las hay (que sí las hay), de quien presenta una propuesta condenada al fracaso.
Una reforma electoral democrática debe instalarse sobre acuerdos nacionales de gran alcance entre las fuerzas legítimas que operan en la sociedad. No debe ser producto de un desahogo autoritario que pretende concentrar mayor poder en las manos de un solo personaje, erigido en depositario de una creciente suma de potestades que conspiran contra la democracia.
La exposición de motivos de la iniciativa presidencial —a cuya elaboración no tuvieron acceso los diversos sectores de nuestra sociedad plural— insiste en que el sistema actual es antidemocrático, producto de corrientes conservadoras, excluyente y oneroso. No deja de sorprender que quienes favorecieron las reformas practicadas en los últimos lustros, se vuelvan ahora contra ellas y cuestionen su legitimidad.
La iniciativa de marras no milita claramente en favor de la representación proporcional. Carga los dados. Despoja a los partidos de recursos indispensables. Ignora la naturaleza y altera la marcha de los organismos electorales. Establece un régimen inaceptable para la integración del Instituto Nacional de Elecciones. Compromete la independencia de la jurisdicción electoral. Ignora y subvierte el sistema federal.
En fin, la iniciativa amparada en una ruidosa demagogia sugiere interrumpir el desarrollo de nuestra democracia y regresarnos a un pasado del que a duras penas nos hemos desprendido. Hay motivos y razones para rechazar este grave retroceso y exigir una reforma democrática construida, desde su cimiento, con la más amplia participación. No debiera depender, como sería propio de un régimen autoritario, de la voluntad de un solo personaje animado por un insaciable apetito de poder.