El 29 de diciembre de 1994 publiqué en Excélsior un artículo de despedida a los ministros de la Suprema Corte removidos por la reforma iniciada por un Ejecutivo que no apreciaba a los tribunales: “Adiós, señores ministros”. Esa reforma trajo bienes, pero dejó el amargo sabor de la “decapitación” de nuestro máximo tribunal. Hoy padecemos a un caudillo que detesta a los juzgadores y a la justicia como función del Estado democrático. Se ha propuesto mellarlos. Para ello se vale del denuesto y la difamación. Carece de argumentos sólidos, rehúye el debate y abandona la vía constitucional.

El Poder Judicial tiene a su cargo la defensa de la legitimidad y la legalidad de nuestra vida republicana, como también de los derechos y libertades de los ciudadanos, entre ellos los derechos políticos. Han llegado al estrado de la justicia numerosas contiendas desencadenadas por iniciativas del caudillo, combatidas por ciudadanos agraviados e instituciones vulneradas. Seguramente crecerá el número de demandas ante la Suprema Corte y otros tribunales, destinadas a frenar el autoritarismo opresor y enderezar el rumbo de la nación.

Además del menosprecio por la ley y las instituciones republicanas, el promotor de estas contiendas dirige sus proyectiles contra algunos juzgadores —específicamente, la honorable y valerosa presidenta de la Suprema Corte de Justicia, que no se inclina—, y ha rechazado las exhortaciones formuladas por jueces y magistrados, abogados y académicos para detener la artillería volcada contra la justicia.

Obviamente, las arremetidas tienen que ver con el intento manifiesto de concentrar el poder, como es propio de una dictadura. Para ello se ha desplegado una amplia reforma electoral cuyo éxito implicaría el derrumbe de muchos progresos democráticos alcanzados por México con afanosa perseverancia.

Se cuenta con defensas democráticas que residen en los partidos, en los órganos autónomos, en la opinión pública movilizada. Pero en el horizonte se halla a la vista el único poder que puede enfrentar la ola autoritaria y afianzar el imperio de la democracia y la Constitución: el Poder Judicial de la Unión. Esto impone a nuestros tribunales —y sobre todo a la Suprema Corte de Justicia— una tarea de salvación que no se había presentado en varias décadas y que determinará el destino de México por muchas más.

Las señoras y los señores ministros tendrán en su hacer y en su conciencia los principios y valores que entraña nuestra Constitución; ésta será la regla dorada para interpretar las normas cuestionadas y medirlas a la luz de la ley suprema. Es posible que surjan puntos menores para distraer la atención de la justicia, pero es necesario que se concentre en las cuestiones mayores que residen en el alma de la Constitución. De aquí provendrá el cimiento de las decisiones.

Estamos seguros de que en este lance, los juzgadores harán de lado la fuente formal de su designación, como lo hizo, en su hora, el presidente del Consejo Constitucional de Francia, Robert Badinter, cuando fue cuestionado sobre su independencia, considerando que su designación provenía del presidente Mitterrand. Badinter supo responder y cumplir: lealtad a la nación, no al autor de su nombramiento.

En suma, la suerte de México está en sus manos limpias y enérgicas, señoras y señores ministros. Adelante, pese a los rayos que pueblan el horizonte de esta nación atribulada, que se halla en grave peligro.

Profesor emérito de la UNAM


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