Me enseña sus tatuajes. Su piel cuenta su historia. La historia de terror de un niño sicario reclutado por la delincuencia organizada en México.

Emiliano Zapata en un brazo, me dice, es símbolo de lealtad a su país. El tiempo y el reloj le recuerdan que el tiempo es relativo; lo que realmente importa es lo que se hace con el tiempo. Un tatuaje más ‘casero’, en forma de “F”, que tiene en una mano, se lo pusieron cuando entró a trabajar con la Familia Michoacana. No le preguntaron. “Dependiendo del comando al que pertenecías, es la letra que te ponían”, cuenta.

“Ahí donde vivo, en Tierra Caliente de Guerrero, pasó una camioneta. Yo iba saliendo de la secundaria. Nos subieron a varios sin preguntarnos. Todos teníamos entre 14 y 20 años. Empezaba la guerra de los carteles unidos en contra del Cártel Jalisco Nueva Generación.

“D” vivió con su abuela, una mujer que vendía cenas para poder darle de comer a sus nietos. Su abuelo se dedicaba a la cosecha de la caña. Ellos, y sus 9 primos, vivían dentro de una casa de dos cuartos construida con adobe. En Amuco de la Reforma, Guerrero, no había presencia de militares o policías. “La autoridad tenía prohibido entrar”, recuerda.

La camioneta que los reclutó agarró hacia Iguala. Ahí pasaron junto a policías municipales que asentando su cabeza permitieron que transitaran en múltiples ocasiones. “Ya es hora”, fue lo último que escuchó antes de que lo subieran a la camioneta. Ya sabía de qué se trataba.

Caminamos en la sierra durante 5 días para llegar al campo de entrenamiento. Ahí estuvo casi seis meses. “De las primeras actividades que hicimos fue agarrarnos a balazos entre nosotros mismos para que los jefes pudieran ver quienes sí teníamos huevos”, narra. “Ahí murieron como tres”.

“El primer día nos dieron a todos una varita de árbol y teníamos que cuidarla. El comando nos dijo que era nuestro rifle y nos enseñó que el rifle no se descuida nunca. Nos enseñaron a aguantar el dolor caminando sobre púas todas las mañanas y de repente matar se volvió cosa de todos los días. Para aprender a tirar traían a contras, los vestíamos de militares, los colgaban de un árbol y a jugar tiro al blanco”, explica.

“D” me cuenta que en el entrenamiento le enseñaron a sobrevivir antes que a matar. Varias veces lo pusieron en situaciones límite, donde su vida dependía de la muerte del otro. Hizo amigos que el siguiente día ya no estaban, y entendió que se encontraba en una situación de guerra donde todo se valía.

“Me acuerdo una vez que nos dejaron sin comer 5 días. Solo podíamos tomar agua. El quinto día llego uno de los comandos con tamales y todos los devoramos. Estábamos muertos de hambre. A la mitad de la comida el jefe nos dijo que lo que estábamos comiendo era carne humana. Me acuerdo de que era una carne como chiclosa y dura, pero la verdad que no sabía mal. Ya si habíamos comido carne humana ‘ya son capaz de lo que sea’ nos dijo el jefe”.

De cuántas personas ha matado, no se acuerda. “Eso nunca se pregunta”, me dice.

“Lo siento, pero me parece importante para dimensionar la actividad delictiva como sicario del grupo”, le explico. Hace una pausa. Hace memoria. “Muchos”, me contesta. “Lo que sí le puedo decir es que también matábamos violadores. A esos sí los matábamos y los torturábamos con gusto”, me explica tratando de justificar la ausencia de respuesta.

Hoy “D” vive en Estados Unidos. Trabajó durante siete años para la Familia Michoacana. Vivió para contarlo.

—Yo quería estudiar negocios internacionales, me dice.

—¿Por qué?

—Porque lo mejor es estudiar… ¿quién se cansa de usar una pluma?

El grupo armado que lo levantó le arrebató ese sueño. Se formó como pistolero y su trabajo era cuidar de las plazas.

¿Por qué decidiste irte al otro lado?, le pregunto. “Empecé a ver que lo que estábamos haciendo no tenía sentido. Yo por México lo que digan, y lo amo por sobre todo, pero empecé a ver la hipocresía en los mandos. Nos decían una cosa y se hacía otra. Esto me hizo cuestionar mucho si dar la vida realmente valía la pena”, responde.

Tuvo la oportunidad de hablar con su tío, quien vivía en Los Ángeles, y “cruzar el río” se volvió cosa sencilla, después de todo lo que había vivido.

La vida de sicario la dejó atrás. “Quiero ser el papá que nunca tuve”, me explica. “Yo nunca había querido pertenecer a la maña. Si a mí me hubieras preguntado a los 16 años, yo quería estudiar y ser arquitecto. Hoy trabajo en construcción y algún día, si logro poner en regla mis papeles, quiero seguir estudiando. Ese sería mi sueño”, termina.

Presidenta y cofundadora de Reinserta

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