En la violencia contra las mujeres, hay un elemento que unifica las diversas posturas: achacarle la culpa de todo y exigirle resolver todo al gobierno.

Estamos acostumbrados a esperar que el gobierno “reparta la tierra y regale la casa, fije el precio del maíz y compre las cosechas, subsidie la tortilla, la leche y el transporte colectivo, construya las carreteras, aeropuertos, clínicas y escuelas, lleve la electricidad y el agua, los médicos y las medicinas, los maestros y los libros de texto, asuma las deudas de los grandes consorcios privados y de las empresas paraestatales y rescate desde fundidoras hasta bancos, desde ingenios hasta constructoras y medios de comunicación, y que todo esto lo haga cobrando pocos impuestos y proporcionando los servicios muy baratos o mejor, gratuitos. Nos gustaría que sea eficiente y ágil pero sin cambiar las reglas del juego a que estamos acostumbrados, que fomente el empleo pero no la inflación, que consiga el crecimiento económico pero también la estabilidad social, que garantice la seguridad y al mismo tiempo los derechos humanos, que respete la democracia participativa pero también tome decisiones, que lleve las riendas y no pierda el control, pero no se meta con la libertad de expresión ni impida la crítica”. Por eso cuando desaparecieron los jóvenes de Ayotzinapa, varios medios de comunicación dijeron: fue el ejército, es un crimen de Estado. Y en su canción en contra de la violencia hacia las mujeres, que se ha replicado en medio mundo, las jóvenes chilenas dicen: el Estado opresor es un macho violador.

En efecto, el Estado, el gobierno, tiene la responsabilidad de proveer las leyes, los servicios, las políticas y los policías para que los ciudadanos podamos vivir adecuadamente y con seguridad. Pero, no solo es él. ¿Qué acaso los ciudadanos no tenemos también alguna responsabilidad?

Tomemos dos dolorosos ejemplos recientes: Abril Pérez Sagaón, asesinada cuando iba en un auto rumbo al aeropuerto en la CDMX, y Sonia Pérez, asesinada en su lugar de trabajo.

En ambos casos, los sospechosos son los maridos. Y en ambos nos enteramos, porque lo contaron sus familiares y sus compañeros, que ellas habían sufrido violencia doméstica durante muchos años. Y este es el punto al que quiero llegar. ¿No deberían la familia y los compañeros de trabajo intervenir cuando se percatan de esto? ¿No deberían tomar acciones que vayan antes y más allá de las denuncias?

Lo digo porque cuando el Estado interviene, por lo general es demasiado tarde, pues ya los hechos lamentables sucedieron. Pero las familias y los compañeros están allí desde el principio, para ver las cosas desde que se empiezan a deteriorar. El problema es que confían en que se van a resolver, o se mantienen fuera sea porque la propia mujer así lo pide, sea porque les parece que lo correcto es no meterse.

Pero no debería ser así. Lo he dicho aquí muchas veces: en el núcleo familiar (que incluye a los amigos, vecinos y colegas laborales) es donde está la semilla del aprendizaje de la violencia y de la tolerancia a que ella ocurra, el huevo de la serpiente como le llamó el cineasta Ingmar Bergman. Y allí es donde tiene que iniciarse lo opuesto: el no aprender la violencia o el desaprenderla, el aprender la intolerancia hacia que ella ocurra y el aprender a defender a quienes la sufren.

Suponer que la violencia va a detenerse por sí sola es un error, siempre hay que intervenir pues si eso no se hace, se genera un clima de permisividad que la estimula e incluso la promueve, como han mostrado tantos estudios y como muestran estos dos tristes ejemplos. Como bien lo dijo un cura michoacano: “Estamos sufriendo las consecuencias de una culpa conjunta no sólo del gobierno, también de la Iglesia y la sociedad civil. Nos acostumbramos a callar, a solapar. Y eso provocó que fuera creciendo el horror. Todos nos equivocamos”.


Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx

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