Alberto Fernández, presidente de Argentina, anunció que amplía y flexibiliza los programas de ayuda a las empresas, incluídas aquellas que tienen mayor número de trabajadores, es decir, que apoyará a todas sin importar si son chicas o grandes. La razón de esto es sencilla, pero constituye la base y el fundamento necesarios para sobrellevar la crisis por la pandemia: se trata de impedir las suspensiones o los despidos. Además, anunció que mantendrá la postergación en el pago de contribuciones patronales, y anunció que su gobierno destinará el equivalente al 3 por ciento de su PIB a estas medidas para “evitar que se rompan los contratos de trabajo y preservar la fuente laboral cuando la actividad está totalmente parada”.
No estamos hablando de un país rico (Alemania) ni de una cultura diferente (Japón) ni de un gobierno de derecha (Estados Unidos), estamos hablando de Argentina, que forma parte de esta misma América Latina que nosotros, y en el cual el gobierno es de izquierda y está luchando para resolver los problemas que le dejó la administración anterior. Se trata de un país con millones de pobres y con un problema de endeudamiento tan enorme, que no puede salir de él por más negociaciones que hace con sus acreedores. Es decir, que estamos hablando de un país en una situación mucho más difícil que la nuestra, y que sin embargo, está aplicando estas medidas.
Porque el gobierno de Argentina ha considerado que debe apoyar a toda la población y porque Alberto Fernández se reconoce como presidente de todos los argentinos, aún de los que no votaron por él, aún de quienes lo critican y se le oponen.
Según la historiadora Margaret Mc Millan de la Universidad de Toronto, lo que hace que un país enfrente mejor que otro las crisis son dos cosas: líderes capaces de elegir un camino correcto “aún a sabiendas de que puede ser a expensas de su propio poder y privilegio”, y ciudadanos que confíen en sus autoridades. “Sin esa confianza —confianza en todo, desde que el agua está limpia y las medicinas son seguras, hasta que los delincuentes no se saldrán con la suya— las sociedades son vulnerables”.
Aquí no tenemos ni lo uno ni lo otro. Nuestro líder se las arregló para en un año pelear con la mitad de la sociedad —empresarios, intelectuales, profesionistas, mujeres— sin razón alguna más que su necedad (porque los tenía a todos comiendo de su mano y llenos de esperanza sobre el cambio), y no ha podido darle a los ciudadanos la confianza ni de que haya agua y medicamentos, ni mucho menos de que haya seguridad.
Y en lo que se refiere al manejo de la crisis, se ha mostrado muy lejos de ser el presidente de todos los mexicanos. Él cree que su deber es solamente con los pobres, y eso está moralmente muy bien, pero desde una perspectiva económica, si no se apoya a quienes generan empleos y pagan impuestos, no se va a poder tampoco ayudar a los pobres.
Por eso sucede que mientras el presidente de Argentina “concita el apoyo de 90% de la ciudadanía en su aceptación de las medidas”, según afirma Stella Calloni, aquí tenemos a todo mundo enojado, aún los cercanos a la 4T, quienes como Porfirio Muñoz Ledo lamentan “la vergonzosa incondicionalidad sin reservas hacia el Presidente de la República, como no ocurría siquiera en el antiguo régimen” y como Cuahutémoc Cárdenas, que le ha pedido diferir sus mega obras y utilizar esos recursos para ayudar a que no quiebren las pequeñas y medianas empresas e impulsar el empleo.
Pero esto por lo visto, no está en su consideración. En días pasados lo vimos en su propia fiesta en el sureste, tan contento que ni siquiera se acercó a los damnificados por las inundaciones en Yucatán, él que se llena la boca con las palabras amor y solidaridad.
Pero ese es otro tema. El tema de hoy es que como bien lo ha sabido ver Alberto Fernández en Argentina, un presidente tiene que serlo de todos los ciudadanos.
Escritora e investigadora en la UNAM.
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