En el siglo XVI, llegaron a las costas de Tabasco los españoles. Y lo que hicieron fue la guerra. A su paso por las poblaciones saquearon, asesinaron, incendiaron y violaron por igual a quienes les opusieron resistencia que a quienes los recibieron con los brazos abiertos y cargados de obsequios.
La conquista de México fue brutal. Destruyeron las naciones, lenguas y culturas que existían en el territorio, invalidaron sus civilizaciones y religiones, rompieron su organización, exterminaron a los depositarios del saber, derribaron templos y palacios, se apoderaron de tierras, personas y riquezas y obligaron a los indios a servirles y a pagarles tributo a cambio de que ellos les enseñaran la doctrina cristiana, la cual por cierto, no habían solicitado aprender. “Nada quedó a salvo, todo fue violentado, alterado” escribieron Enrique Florescano e Isabel Gil Sánchez.
Atrás de los conquistadores llegaron los misioneros, que obligaron a los indios a congregarse en los pueblos, los organizaron a su modo, trazaron calles y plazas, construyeron conventos y parroquias y tradujeron los libros que querían que ellos conocieran. “La conquista espiritual de México” como le llamó Ricard, no solo fue la justificación de la conquista sino que fue la que permitió que ella se llevara a cabo: “La predicación fue la otra cara de la pólvora”, dice José Joaquín Blanco.
Millones de personas murieron por la guerra, por los malos tratos y por las nuevas y extrañas enfermedades que llegaron con los extranjeros. Los historiadores Stein y Stein aseguran que a la llegada de los europeos había veinticinco millones de indios y para 1600 apenas si rebasaban el millón. David Brading cita a Las Casas según el cual, luego de medio siglo de colonización, quince millones de nativos habían desaparecido de la faz de la tierra. Por eso para los americanos, la conquista fue un trauma como dijo el padre Garibay, un tajo como escribió Octavio Paz.
Y sin embargo, todo eso se borró cuando se decidió dejar de llamar conquista a la conquista y se prefirió hablar de “encuentro de dos mundos”, palabras bonitas para negar la brutalidad de la empresa.
Negacionismos como estos han existido siempre y siguen existiendo hoy. Es la forma para no tener que enfrentar la verdad y crear una narrativa diferente para la propia satisfacción y tranquilidad.
Así, hay quien asegura que no existieron ni el holocausto en el que perecieron seis millones de judíos europeos a manos de los nazis, ni el genocidio armenio en el que miles fueron deportados o muertos por los turcos, ni las terribles acciones de los chinos cuando se apropiaron del Tíbet, ni los robos de niños que cometieron los militares argentinos en los años setenta del siglo pasado, entre otras atrocidades que se quiere borrar.
En México tenemos también negacionismos. El más reciente: el del Presidente que afirma que la violencia contra las mujeres no es tan grave como la pintan, puesto que, según él, las familias mexicanas son fraternas, solidarias, amorosas.
Esto lo dice a pesar de que los datos son contundentes, pues según las ONG que atienden estos asuntos y las oficinas del propio gobierno que atienden estos asuntos, durante lo que llevamos del confinamiento por el Covid-19 han aumentado (en altísimos porcentajes) las llamadas para pedir auxilio y la búsqueda de refugios en los cuales guarecerse.
Y es que sin duda hay familias mexicanas fraternas, pero también las hay violentas. Y en tiempos de dificultades, se pasa con facilidad de una a otra situación.
Lo dicho: el negacionismo es la forma de no tener que enfrentar la verdad y crear una diferente para la propia satisfacción y tranquilidad.
López Obrador nomás no conecta con el tema de las mujeres dice Ciro Gomez Leyva y así es. El problema es que como dicen las activistas: “Sus palabras también son políticas y directrices para la administración pública”.
Escritora e investigadora en la UNAM.
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