En la revolución rusa, lo que decidieron hacer con los ricos fue apropiarse de su riqueza o como lo escribió Victor Serge, despojarlos de sus bienes: joyas, casas, tierras, alimentos, abrigos, hasta la ropa de cama les quitaron.
Muchos fueron asesinados y otros huyeron a Europa para salvar la vida. En los años veinte fue moneda corriente encontrar en un hotel de París a un botones que en su tierra natal había sido comerciante o en una casa a una cocinera que había sido condesa.
Cuando se creó el Estado Soviético, todos fueron pobres. Así lo escribió la poeta Ana Ajmátova: “Todo ha sido saqueado, traicionado… La miseria roe hasta los huesos” y así lo documentó la mujer que obtuvo hace unos años el premio Nobel de Literatura, Svetlana Alexiévich, cuando en los testimonios que recogió encontró que “en aras de un futuro luminoso, había que soportar un presente de brutal sufrimiento para millones de personas”.
Cuando el comunismo cayó, empezó otro proceso igual de terrible, como lo documentó otra mujer, la investigadora Svetlana Stephenson. La conversión de la noche a la mañana de la economía controlada a la economía de mercado, produjo una extrema violencia y gran sufrimiento, porque los sistemas de trabajo y de apoyo del Estado a los que estaba acostumbrada la gente se vinieron abajo y millones de personas se quedaron sin empleo o sin recibir sus salarios, y la inflación consumió sus ahorros. No había alimentos pues la crisis de producción fue brutal, dejaron de funcionar los sistemas de salud y bancario, y los aparatos jurídico y policiaco. El caos fue total.
Y como sucede siempre en esos casos, los más listos se apropiaron de las mercancías y dejaron de pagar los servicios, y los predadores se dedicaron a sitiar a empresas públicas y privadas para ofrecerles “protección” que no era otra cosa que extorsión.
De modo pues, que así como la revolución rusa convirtió a las mayorías en pobres, así el colapso de la estructura soviética hizo que “la sociedad rusa pasara por uno de los regresos a la pobreza mas brutales del mundo”, afirma Stephenson.
A esto quiero llegar. Oponerse e incluso perseguir a los ricos es la manera tradicional de pretender “tapar crisis, tapar colapsos, explicar lo inexplicable y hacerlo con construcciones ideológicas sin lógica ni coherencia ni verdad”. Por eso quien pretende hacer una revolución, siempre se va contra los ricos. Es la única manera que se le ocurre de convencer a los que no son ricos de que vale la pena apoyarla porque así ellos serán los próximos ricos. Porque ser rico es lo que todos quieren. No que desaparezcan los ricos, sino que los que no lo son, pasen a serlo. Y por eso no hay mejor justificación para un movimiento que se pretende revolucionario, que apuntar hacia ellos sus dardos.
El primer paso consiste en sacarlos en el discurso de formar parte del pueblo, el segundo en ponerlos como los enemigos y acusarlos de todo: desde ser corruptos hasta responsabilizarlos de la pobreza, la falta de atención médica, incluso la pandemia. Y el tercero en justificar el asalto a sus bienes y personas en aras de “la patria” y otras construcciones ideológicas. Con eso están dadas las bases para que cualquier incidente lleve a aquellos a quienes no se les pudo dar lo que querían o lo que se les prometió, a meterse a las tiendas y casas a robar lo que puedan. “La tarde fue para saqueo”, dice una novela contando con simplicidad la toma de una ciudad por un grupo de revolucionarios mexicanos.
¿No sería mejor convocar a los ricos (empresarios, comerciantes, dueños de negocios y de medios de comunicación) a colaborar con el gobierno para sacar adelante al país? ¿No sería mejor integrarlos al proyecto de cambio? No hacerlo y perseguirlos puede resultar en lo peor, pues como escribe un periodista: “Hoy, solo quedan en Rusia mafiosos y millonarios”. “La ley de la jungla” dice Svetlana.
Escritora e investigadora en la UNAM.
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