La semana pasada hablé en este espacio de la idea que tiene el presidente de que los mexicanos somos muy felices.
Como lo escribí, parece como si eso fuera cierto, porque seguimos haciendo nuestra vida como si no existieran los enormes problemas que existen. No vivimos rasgándonos las vestiduras ni esperando la desgracia, sino cumpliendo con nuestras labores, festejando nuestros festejos, paseando, comprando.
Dije también que esa felicidad no se debe al gobierno de la 4T, sino a una manera de ser que tiene hondas raíces en nuestra historia y cultura.
Quiero seguir con el tema precisamente por esto último: si el gobernante considera que le debemos la felicidad a las acciones de su gobierno, esto solamente podría ser así de manera paradójica, es decir, por aquello que no hace, específicamente en materia de seguridad.
Me explico: hoy cualquiera puede ser delincuente y de hecho millones lo son y cada día más lo son.
Y no me refiero a eso que llaman delincuencia organizada, sino a la de todos los días, a la que roba, extorsiona, golpea, viola, destruye y hasta mata con absoluta impunidad, pues aunque nos dicen que hay cámaras por todas partes y que se abren miles de carpetas de investigación, muy pocas veces se detiene a los delincuentes.
Pues bien: aquí está la razón de la felicidad de muchos mexicanos, pues eso ha significado que ellos y sus familias se beneficien. ¿No está feliz la señora a la que le regalan una televisión enorme, un microhondas, un celular? Claro que sí. Aunque hayan sido robados o se hayan comprado con dinero habido por actos de delincuencia. ¿No están felices los parientes que van de vacaciones a la playa con todo pagado? Claro que sí. Aunque no preguntan de dónde salió el dinero para eso.
Esa felicidad lleva a otra, no solo porque como ha mostrado el neurobiólogo Daniel Reisel, 70% de los que cometieron actos de delincuencia reincidirá y otros más se verán estimulados a cometer unos similares, sino porque como saben los sicólogos sociales, se abrirá la puerta para muchas acciones y comportamientos que desafían a la autoridad, a la convivencia social y al respeto al prójimo, pero que también quedarán en la impunidad.
Eso lo estamos viendo: los que no recogen la mierda de su perro, dejan su basura en donde sea, se apropian de la vía pública para poner su negocio, ampliar el espacio de su casa o estacionar su auto.
Y eso a su vez, ha llevado a otra conducta que se ha convertido en el modo de comportamiento de los ciudadanos hoy: la que consiste en no respetar a ninguna autoridad ni considerar que ella nos pueda obligar a nada, ni siquiera a cumplir con la ley. Esto ha llegado tan lejos, que si alguna trata de hacerlo, recibe insultos y hasta golpes, por igual si es policía que soldado que funcionario.
Eso es posible porque todos sabemos que nadie los va a defender y peor todavía, que son ellos los que van a salir acusados.
Y este es otro modo de felicidad: la que da no obedecerle al policía, arrollar al del alcoholímetro, apedrear a un soldado y que encima ellos sean a los que van a culpar y castigar.
Pero volvamos a lo más pedestre, no a esta triste realidad de la sociedad mexicana de hoy, que tomará demasiado tiempo revertir, si es que alguna vez se la revierte.
Hay todavía una razón más, además de las dos que he mencionado, para que Andrés Manuel pueda decir lo que dice de la felicidad colectiva.
Y esa tiene que ver con el dicho de que “el león cree que todos son de su condición”.
En efecto, cuando el presidente asegura que los mexicanos somos muy felices, es porque él sí lo es, pues tiene por fin aquello que siempre quiso y por lo que luchó muchos años: el poder para decir, poner y quitar, hacer y deshacer, felicitar, regañar, acreditar y desacreditar. Suyos son el micrófono y el reflector veinticuatro sobre siete. Y vaya que los usa, hasta para decir que todos somos felices.
Escritora e investigadora en la UNAM.
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