En mi novela Demasiado Odio (Editorial Océano, 2020), conté esta historia “de ficción”:
“Una tarde tocaron la puerta. Era el Señor Obispo que pasaba a saludar a la abuela.
—¿Cómo te sientes Livia?— preguntó él.
—Triste padre, muy triste—, respondió ella.
—Tienes que resignarte— dijo el prelado, —es Dios el que manda nuestro destino y hay que aceptarlo. Yo por mi parte, tú lo sabes, tengo tiempo denunciando esta situación, levantando la voz para protestar por esta realidad de extorsiones, asesinatos, secuestros, cobros de piso, pero nadie me hace caso, ni Dios nuestro Señor ni el gobierno. Como decía un amigo mío que ya no está en este mundo: descendimos brutalmente a extremos inauditos y lo peor fue que había una reserva de barbarie en nuestras gentes que desafió siglos enteros de predicación cristiana, de orden civil y de convivencia. ¿Quién se equivocó tanto hasta convertir a Michoacán en este infierno? ¿Hasta cuándo Señor pediré tu auxilio sin que me escuches y gritaré y desesperaré sin que vengas a salvarme?
—Con su perdón, padre— dijo la abuela, —pero si usted realmente hubiera querido que le hicieran caso, habría ido más lejos. Les habría dicho a los malos que van a la iglesia, porque claro que van, que ya perdieron la amistad con Dios y que no tendrán perdón.
—Ay, querida Livia— dijo el prelado —imagínate hacer eso que dices, me quedaría sin fieles, con la Iglesia vacía. Aquí la mayoría, si no es que toda la población, tiene algún vínculo con el narco, ni modo de excomulgar a todos. Por eso, si queremos que esto cambie, le corresponde resolverlo al gobierno. Pero… nos ha abandonado, no nos hace caso. Por eso yo digo que son cómplices, porque permiten que esto pase, si no es que de plano ellos mismos lo promueven. Por mi parte, sólo puedo pedirle a Dios que ablande los corazones de los delincuentes para que dejen de hacer el mal, o como dice un amigo mío que todavía está en este mundo: esperar a que se arrepientan”.
Lo anterior viene a cuento, porque hace algunas semanas, cuando Aguililla, en la Tierra Caliente de Michoacán, una vez más se puso en llamas, se apareció por allí el Nuncio Apostólico. Entrevistado después sobre esa visita, dijo que la hizo porque el Presidente López Obrador le había pedido a la Iglesia Católica “que intervenga para ayudar con el tema de la violencia”.
Vaya sorpresa. El Estado mexicano reconoce que no puede con la violencia y que su propuesta de los abrazos nomás no funciona. Y vaya sorpresa: el Estado mexicano acude a pedirle ayuda nada menos que al representante de un Estado extranjero, que además, lo cual no es inocuo, es un prelado.
Todo eso resulta, por decir lo menos, difícil de entender: ¿el Presidente que invoca reiteradamente la Doctrina Estrada y que acusa a personas y grupos por recibir fondos del extranjero, es el mismo que ahora solicita la intervención del Vaticano para resolver el más grave de nuestros problemas?
¿Y el Presidente que invoca reiteradamente a Juárez y a Cárdenas, ahora pide la intervención de la misma Iglesia que ayudó a traer a un emperador extranjero a gobernarnos y provocó una guerra civil en México en pleno siglo XX, y por eso es contra la que lucharon los próceres liberales, para evitar que se siguiera metiendo en la política y en la educación?
¿Dije que esto es difícil de entender? Me quedé corta: es una incongruencia absoluta.
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