La narrativa favorita del presidente López Obrador consiste en dividir a los mexicanos en honestos y corruptos, liberales y conservadores, incondicionales y críticos, leales y desleales, considerando a los primeros el verdadero pueblo del que los segundos quedan excluídos. A esto lo envuelve en el nacionalismo del que se siente portador ejemplar.

En el siglo XIX, los liberales consideraron que una nación debía ser “una gran familia”, unida, como dirían después Justo Sierra por “el suelo en que nacimos”, Leopoldo Zea por “una historia común”, y Luis Villoro por compartir “una manera de sentir y ver el mundo, esto es, una cultura.”

En un célebre libro, Benedict Anderson afirma que una nación es una “comunidad política imaginaria”, porque fue creada por las élites, que tuvieron que hacer grandes esfuerzos para desarticular la cohesión identitaria de los pueblos, con tal de crear esa unidad, que requiere, como dice Norberto Bobbio, “un poder que organice a la población”, y según Pietro Barcellona, “un orden jurídico” y la capacidad de “proveer protección a sus residentes contra la inseguridad interna y la agresión externa.”

Y en efecto, como me escribe un lector: “Para que en el territorio comprendido desde Tijuana hasta Tapachula se reconozca una bandera, un himno, un gobierno y unas leyes aceptadas por todos los habitantes, se necesita que el Estado imponga de buena o mala manera su fuerza”.

Eso fue lo que hicieron quienes crearon la nación mexicana: elaboraron lo que según ellos era una “síntesis de las particularidades” con lo cual pretendían trascenderlas con criterios generales válidos para todos, que permitieran conformar un armazón común en el que todos los habitantes del territorio llamado México se reconocieran.

Hace unos días, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Yuval Harari habló del nacionalismo como una invención genial de los humanos, que nos permitió dejar de ser tribales y de preocuparnos solamente por nuestros pequeños grupos, y nos hizo sentirnos parte de una comunidad amplia en la cual lo que les sucede a los otros nos parece importante. Que aceptemos pagar impuestos para que 60 millones de personas como en Italia, 130 como en México o 1,000 como en India, a las que no conocemos y con las que no tenemos nada que ver, que son muy distintas de nosotros en lo religioso, étnico, político y cultural, puedan tener acceso a la salud, la educación y servicios como agua, drenaje y gobierno, es un salto espectacular de la humanidad, dice este pensador.

El problema, es que hay quien aprovecha para hacernos creer que nacionalismo significa odiar al que no forma parte de nuestra nación. Y allí la cosa pone fea porque eso lleva muchas veces a pelear. Y hoy la cosa se ha puesto peor, porque los que enarbolan el nacionalismo están dirigiendo ese odio hacia adentro de sus propios países, alimentando la idea de que hay pueblo bueno (que son los que siguen al líder) y los otros, a los que se deja fuera, a los que no se considera como parte de ese pueblo y a los que se tilda de enemigos a los que se debe repudiar.

La conclusión de Harari no deja lugar a dudas: este es un modo que no solo destruye a la democracia y a la nación, sino que indefectiblemente termina en una guerra civil.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx www.sarasefchovich.com