Como La Llorona, así lloro por mis hijos y por los hijos de todos los mexicanos.
Porque ellos aprenden en la escuela, como lo aprendí yo y lo aprendieron mis padres y mis abuelos, lo que dice la Constitución: que el Presidente de la República es el cargo más elevado de la nación y que él no solo la encabeza sino que la representa a toda, más allá de partidos, intereses o ideologías particulares. Y de allí deriva que la investidura tenga un gran peso moral y que se le deban guardar todos los respetos.
Aprenden también, como aprendimos los escolares de otros tiempos, que el poder Legislativo es el que representa a los ciudadanos en nuestra diversidad social, económica, política, cultural, religiosa, étnica e ideológica y, por eso, tiene también gran peso moral y se le deben guardar todos los respetos.
Y aprenden por fin, como aprendimos todos, que el poder Judicial, cuyo tribunal más alto es la Suprema Corte de Justicia de la Nación, merece respeto por ser la encargada de interpretar y fundamentar la impartición de justicia.
Todo eso se les inculca a los niños hoy como nos fue inculcado a nosotros en la niñez, junto con la admiración por instituciones como las Fuerzas Armadas, por ser las encargadas de la defensa del territorio y la soberanía, así como de la seguridad interior, y más recientemente por las que protegen nuestra cultura, nuestro patrimonio y nuestros derechos humanos (incluidos los electorales).
Y sin embargo, todo ese aprendizaje se estrella hoy contra la realidad, en la que un señor Gilberto Lozano, enojado con el Presidente de la República, puede tomar un micrófono y se permite hablarle de tú y sin respeto alguno; en la que una senadora Lilly Téllez agrede a un funcionario público en una comparecencia en lugar de interrogarlo.
Y conste que no me refiero a lo que dicen, pues la libertad de expresión es un derecho que todos defendemos y la crítica es un deber que muchos consideramos ineludible, sino que me refiero al modo, porque a ambas se les debe ejercer con respeto a la investidura, a la representación, a la altura que supone su cargo, o como se dice, porque lo cortés no quita lo valiente.
¿Cómo van a crecer nuestros hijos con esa disonancia entre lo que se les enseña en las escuelas y lo que ven que sucede en la realidad? ¿Qué van a significar para ellos el Presidente, los diputados y senadores, los magistrados? ¿Cómo van a entender que es necesaria la existencia de la crítica y de la oposición, si lo único que ven es a exhibicionistas que sólo quieren lucirse ellos sin importar lo que representan?
El resultado de esta disonancia ya lo estamos viendo: personas se paran afuera del edificio de la Suprema Corte para insultar a quienes no votan como ellos quieren, que se apoderan del edificio de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que atacan a los soldados a pedradas y balazos, que toman casetas y vías del tren, que pintarrajean y maltratan los monumentos, o que de plano, como ha hecho la jefa de gobierno, los quitan.
Estamos viendo la falta de respeto a las instituciones y a las investiduras y a los cargos y a las responsabilidades y a la memoria histórica.
Por eso, igual que La Llorona, lloro por mis hijos y por todos los niños mexicanos a quienes se está enseñando que es mejor agredir que argumentar, insultar que dar razones, hacer espectáculo que tener conocimientos.
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