Hace algunos años, la actriz y cantante norteamericana Barbra Streisand, anunció su decisión de volverse austera. Entonces sacó todos los muebles, tapetes, cuadros y adornos de sus siete casas y adquirió unos nuevos, muy sencillos y en color blanco, para hacer patente su nueva actitud ante la vida.
El año pasado, la escritora chilena Isabel Allende, decidió lo mismo. Como dijo en una entrevista: “Tenía una casa grande, una gran piscina, pero todo eso se terminó. Vendí la casa, me compré una casita chica, me deshice de todo con la idea de vivir con lo mínimo. Ahora, me doy cuenta de cuánto menos necesito. Hay una sensación de despojarse, de libertad”.
Y sin embargo, no toda la gente comparte esa idea de libertad que da el despojarse de todo. En las casas de la clase media y en las de los pobres, hay un atascamiento de objetos: refrigeradores, microondas, televisores, ropa, adornos. Nunca tiran nada, lo que no sirve lo guardan donde pueden, por si alguna vez se necesita.
¿Quiénes son entonces los que proponen la austeridad y hasta la pobreza, y les parece que allí radica la felicidad?
Paradójicamente, los ricos. Los que lo tienen todo. Los que un día pueden decidir que ya no quieren tener tanto y lo tiran. Y si mañana se arrepienten, lo vuelven a comprar.
El mismísimo Francisco de Asís, inventor de la pobreza (llamada franciscana en su honor), venía de familia acomodada, hasta que un día decidió abandonarla.
Nuestro Presidente dice que no se necesitan bienes materiales, dice que basta con un par de zapatos, que no hay que tener tarjeta de crédito ni consumir tanto. Hasta donde sabemos, sin embargo, tiene casa propia en la capital y rancho en Tabasco, no viste harapos ni le falta comida, y paga sus gastos con o sin tarjeta de crédito. Y eso mismo es lo que todos queremos: vivir con lo que el mundo de hoy considera que son las comodidades, objetos, productos, vestidos y alimentos que hacen la vida agradable. Si quienes pueden tener esto prefieren no, muy su decisión. Pero el chiste es que quienes no lo tienen, puedan tenerlo si así lo desean.
El discurso de la austeridad como algo maravilloso y como objetivo deseable para todos, me recuerda a Gandhi, el líder de la India que la llevó a la independencia de los ingleses, cuyas pertenencias personales se reducían a huaraches y calzones de manta, un reloj y unos lentes, que comía solo dos veces al día y vivía en comunidad y no tenía casa propia. Pero el benefactor que ponía el dinero para mantener a esa comunidad decía: “Me cuesta muy caro mantener pobre a Gandhi”.
En su libro Poor economics, los premios Nobel, Esther Duflo y Abhijit Banerjee, estudiaron en varios países aquello en lo que gastan las personas cuando consiguen salir de la pobreza extrema, y muestran que no es en alimentarse más o mejor, ni en ahorrar para mañana, sino en adquirir los objetos que tienen los ricos como teléfono celular, zapatos tenis, televisión gigante. ¿Y por qué no si eso es lo que desean tener? ¿Por qué quererlos y querernos convencer de que no tener propiedades ni objetos y no gastar y no consumir es lo mejor?
El escritor portugués Gonzalo M. Tavares dice que la moral tiene que ver con lo material: “Cuando estamos satisfechos es fácil ser ético; cuando no, aparece una segunda moral”. Y esto es precisamente lo que estamos viendo con ese discurso de elogio a la austeridad: la doble moral.
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