En la entrega anterior, hacíamos énfasis en que uno de los principales problemas de México es la impunidad, lo cual nos hace pensar lógicamente en un sistema de justicia que no funciona del todo. No puede existir un nivel de impunidad del 93% sin señalar la ineficacia del sistema que propende a hacerse a un lado ante los casos de corrupción rapaz de la clase política de los últimos años, ante las víctimas de desaparición forzada de personas, ante las víctimas de feminicidios, ante la acometida de la delincuencia organizada y su proliferación, ante la merma de la calidad de vida de millones de mexicanos y mexicanas que lidian con estas problemáticas a diario, y para quienes el acceso a la justicia no existe. Así que, para quienes piensan que la reforma al poder judicial es innecesaria, están pensando en un país que no es México.
El poder judicial es pieza clave para que un sistema de justicia funcione y funcione bien. Sensible a su tiempo. No puede pensarse que las resoluciones judiciales no tienen una base social. Y tampoco puede pensarse que sus decisiones son siempre y en todos los casos contra mayoritarias, habrá ocasiones que sí y otras que no, pero el papel del poder judicial no es ser oposición del ejecutivo. Vivimos en un Estado Constitucional de Derecho, el cual no se entiende hoy en día sin la protección de derechos humanos, por lo que el alcance de las decisiones de las y los juzgadores desde luego que debe orientarse a brindar la mayor protección a las personas y grupos sociales. Lo contrario, en un pensamiento decimonónico. El poder judicial no puede permanecer impoluto ante los principales problemas del país que amenazan la propia estabilidad del poder judicial, incluyendo la integridad de sus miembros. Pensemos en el caso colombiano y los asesinatos de jueces y magistrados a manos de la mafia del narcotráfico y la incorporación de los “jueces sin rostro”.
El poder judicial de hoy se detiene en tecnicismos procesales que liberan a feminicidas, corruptos, homicidas, pedófilos. Ahí está el caso de Marisela Escobedo en Chihuahua; Cabeza de Vaca en Tamaulipas; los responsables por el caso Ayotzinapa; Kamel Nacif, a quien la Unidad de Inteligencia Financiera ordenó el bloqueó de sus cuentas por un monto que oscilaba en los 800 millones de pesos; pero un juez le concedió una suspensión, y el mismo día que se ordenó su liberalización transfirió el dinero al extranjero. Y así miles de ejemplos que están presentes en el imaginario colectivo que no puede esperar una reforma al poder judicial más oportuna.
Y ni qué decir de los microprocesos, los casos que cotidianamente llegan a los tribunales, cuyo acceso se vende al mayor postor (abogados y despachos costosos, jueces corruptos, defensores y ministerios públicos deficientes), un sistema que juega en contra de una mayoría de la población que no encuentra en el poder judicial avances sustantivos para una reparación del daño ni la sanción de los responsables ni garantías de no repetición; contrario a ello, lo que encuentra es burocracia, corrupción, nepotismo, desigualdad…e impunidad. ¿Se explica un poco por qué la falta de confianza en las instituciones de justicia?
El poder judicial, insisto, no puede desmarcarse de la situación de inseguridad y violencia que padece el país, así como no puede permanecer como oposición del ejecutivo, sino que debe colaborar con otros poderes e instancias de gobierno, órganos autónomos, actores sociales clave y ciudadanía para afrontar dichas problemáticas.
Lo que creo que se requiere ahora son dos cosas: diseños institucionales idóneos y voluntad política. Voluntad política existe por parte de quienes impulsan la reforma, principalmente, el presidente López Obrador. La parte de diseños institucionales idóneos es lo que tendrá que trabajar la reforma.
Pienso, por ejemplo, en la separación del Consejo de la Judicatura de la presidencia de la Suprema Corte y su integración mayoritaria por miembros externos del poder judicial. En la erradicación del uso faccioso de la Sala Superior del Tribunal Electoral cuyo presidente recientemente depuesto respondía a un grupo político en particular. Buscar equilibrios en los sueldos entre jueces y ministerios y defensores públicos, cuyas responsabilidades son igualmente complejas, tanto la facultad de acusar, de defender y de juzgar. En el fortalecimiento de la justicia cívica a nivel municipal para despresurizar a las fiscalías y procuradurías con temas que no debieran accionar la ultima ratio.
El aparato judicial no puede continuar inexpugnable por más tiempo y sin purgar la deuda histórica que tiene con el ciudadano de a pie en el acceso y defensa de sus derechos más elementales.
Abogado y profesor universitario