Hace unos días, el Centro Prodh publicó el Informe “Poder Militar: la Guardia Nacional y el renovado protagonismo castrense”. Ahí se documenta cómo el prometido carácter civil de la corporación se quedó en el papel al haber prevalecido la impronta militar, lo que implica riesgos para los derechos humanos, para una efectiva reducción cívico militar y para los delicados balances cívico-militares.

Entre otros aspectos, el informe analiza la insuficiencia de los controles diseñados para vigilar el buen funcionamiento de la naciente institución; estos son especialmente relevantes pues a mayor poder de la Guardia Nacional y mayor presencia castrense en la misma, más supervisión civil debería activarse.

Sin embargo, en cuanto a los controles prexistentes, el reporte muestra cómo la Fiscalía General de la República (FGR) y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) tienden a ser condescendientes frente a presuntos delitos y violaciones a derechos humanos cometidos durante esta administración. Por otro lado, en cuanto a los controles externos, la supervisión parlamentaria que corresponde al Senado no ha sido exhaustiva y de hecho existe un rezago en la presentación de los informes que la ley ordena.

Pasando a los controles internos, el informe encuentra aspectos preocupantes en la Unidad de Asuntos Internos de la Guardia Nacional. Ésta, que se incorporó a la estructura de la fuerza durante el debate parlamentario para generar mayor rendición de cuentas y que por ley debe encabezar un servidor público nombrado por el propio Presidente de la República —precisamente para asegurar su autonomía y capacidad de acción—, ha quedado a cargo de mandos de extracción castrense que dirigieron en el pasado la oscura Policía Judicial Militar, precisamente en el periodo en que ésta recibió al menos tres recomendaciones de la CNDH por casos graves y extremos de uso de la tortura (41/2011, 16VG/2018, 78/2020).

El predominio casi total en la Guardia Nacional de mandos de procedencia militar es preocupante, pues la corporación se concibió como una fuerza civil; que algunos de estos mandos tengan antecedentes de violación a derechos humanos y que dominen las instancias que están llamadas a fungir como controles internos, es aún más grave: abre la puerta a que en la naciente corporación predomine la opacidad y la permisividad ante abusos inaceptables.

En un país donde la tortura es una práctica generalizada —y no erradicada hasta hoy, pese a que el discurso oficial afirme lo contrario—, acabar con las violaciones a derechos humanos exige acciones contundentes. Es sin duda un paso relevante que personajes que ocuparon altos cargos en la extinta Policía Federal o en la Agencia de Investigación Criminal sean hoy acusados y procesados por actos de tortura que permanecieron impunes por años; pero la posibilidad de que estos procesos sean ejemplares e inhiban verdaderamente la recurrencia de esta práctica, se diluye si, en un contexto de inédito empoderamiento castrense, militares presuntamente implicados en abusos no sólo no son llamados a cuentas sino que se reciclan en las nuevas instituciones. Que se prodigue un trato diferenciado a los funcionarios de extracción castrense, en este renglón, es preocupante.

Ante esta realidad, la pretensión de llevar a la Constitución lo que hoy ya ocurre en los hechos, mediante una reforma adicional que entregue por completo la Guardia Nacional a la Sedena, genera alarma. De concretarse esta modificación, no sólo quedaría cancelada en definitiva la posibilidad de que México cuente con una policía civil de alcance nacional, sino que se profundizaría la militarización sin que —como muestra el informe del Centro Prodh— se estén desarrollando controles civiles adecuados frente a la concentración de poder que supone el renovado protagonismo castrense.

Director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez A.C.

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