“La ley determinará la estructura orgánica y de dirección de la Guardia Nacional, que estará adscrita a la secretaría del ramo de seguridad pública, que formulará la Estrategia Nacional de Seguridad Pública, los respectivos programas, políticas y acciones”. Ese es, desde 2019, el texto del artículo 21 de la Constitución.
Vale la pena recordar cómo se llegó a esta redacción. Luego de que el Presidente anunciara la creación de la Guardia Nacional (GN), se acordó en el Senado una salvaguarda sobre el carácter civil de la corporación naciente, lo que permitió que la reforma constitucional se aprobara por unanimidad. Que la GN sea civil y esté adscrita a la Secretaría de Seguridad Pública es por tanto la expresión de un consenso político nacional y una verdadera garantía orgánica de los derechos humanos.
Sin embargo, el gobierno federal anunció desde 2021 que propondría eliminar esta salvaguarda. Muchos señalaron los riesgos de esta decisión, esperando que, de presentarse una iniciativa, existiría un debate parlamentario serio sobre el tema.
En días pasados, sin embargo, el Presidente, ante la ausencia de respaldo a esta reforma en las cámaras, anunció que se adscribiría la GN a la Sedena, vía decreto presidencial o mediante acuerdo de la administración pública.
El anuncio es preocupante por la forma y el fondo. En cuanto a lo primero, buscar por decreto lo que no se puede obtener por reforma constitucional o legal, supone eludir el ejercicio deliberativo en el Poder Legislativo donde, guste o no, tiene expresión política la pluralidad del país. No es, por tanto, un proceder plenamente democrático.
En cuanto al fondo, el acuerdo difícilmente será compatible con el artículo 21 constitucional. Además, expandir el protagonismo castrense comporta el riesgo de incrementar las violaciones a derechos humanos; de perpetuar una política que no ha sido efectiva para disminuir la violencia; y de alterar los balances cívico militares, lo que en democracia se agota aludiendo al mando civil ejercido por el Comandante Supremo, sino que debe expresarse en permanente rendición de cuentas y en el acotamiento de lo castrense a lo que le es propio. Como señaló la Corte Interamericana, la intervención militar en seguridad sólo es aceptable si es extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria.
La medida anunciada por el Presidente se aparta de estos requisitos. De ser emitido, puede adelantarse casi con certeza que el acuerdo o decreto en cuestión atentaría contra la Constitución y los actores legitimados deberán interponer controversia constitucional o acción de inconstitucionalidad. En este escenario, sería deseable que la Suprema Corte de Justicia de la Nación ejerciera a cabalidad su función de contrapeso y garante del orden constitucional; tal vez si se hubiesen dirimido con más prontitud los conflictos jurídicos que ha generado recientemente la expansión del protagonismo castrense, el Ejecutivo no estaría retando hasta el límite el orden constitucional, como lo hace con este anuncio.
A todo el pueblo de México le duele la inseguridad. Pero conviene recordar que la experiencia comparada muestra que el fortalecimiento de las policías civiles locales y la reconstrucción de la procuración de justicia son componentes esenciales de una estrategia de seguridad efectiva; esa misma experiencia confirma los peligros de privilegiar la perspectiva castrense.