En el debate sobre lo que se ha dado en llamar proceso de militarización de México y para separarnos de la polarización de quienes dicen que no la soportan pero la promueven, asumamos que, conceptualmente, no significa una noción negativa ni peligrosa, y, operativamente, desde hace muchos años tiene vigencia en el país y no solamente aquí.

La militarización ocurriría al permitirse o promoverse la participación del Ejército en seguridad pública. En México, los gobiernos de centro, derecha e izquierda han recurrido a esta práctica. Son tres las condiciones centrales.

En primer lugar, se utilizan instalaciones y recursos humanos de fuerzas armadas en tareas de seguridad pública y en ausencia de conflictos externos. En segundo, su equipamiento y capacitación buscan compensar la heterogeneidad de las policías estatales y municipales: su impreparación, corrupción, ineficacia o cuestionado profesionalismo, con el objetivo de nivelar tácticamente la lucha contra ciertos grupos y prácticas delincuenciales. Y tercero, las pocas probabilidades de corrupción y la calificación positiva —cercana al 90% en encuestas del INEGI— que la ciudadanía otorga a militares, Guardia Nacional y marinos.

A raíz de la propuesta del presidente López Obrador para hacer modificaciones legales que, entre otros aspectos, incorporen a la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional —aprobadas en la Cámara de Diputados y a discusión en el Senado—, el debate se ha centralizado en una noción negativa, frecuentemente visceral, de la militarización. Se omite mencionar el respaldo popular a esos cuerpos armados, especialmente en las regiones con mayor violencia, así como la ausencia de crítica a los momentos en que otros gobiernos acudieron para los mismos fines a dichas instituciones o semejantes.

Desde la oposición, principalmente de la democracia cristiana, se ha enfatizado el riesgo de violaciones a los derechos humanos, falta de transparencia y ausencia de resultados en el combate a la violencia por parte del Ejército, por ejemplo, o la corrupción que también sería posible, sostienen, en esa institución.

A finales de los 60 o principios de los 70; en los 90 o a principios de este siglo, los antecesores de esas voces, o ellas mismas, tenían una clara simpatía por la intervención de las fuerzas armadas en materia de seguridad e incluso en tareas abiertamente represivas contra organismos insurgentes y gremiales, poblaciones rurales o agrupamiento indígenas altamente politizados.

Desde 1995, las secretarías de Defensa y Marina forman parte del Consejo Nacional de Seguridad Pública y el Sistema Nacional de Seguridad Pública, órganos de decisión y administración de la seguridad pública.

El apoyo castrense ha sido vital en la provisión de cuadros, mandos, prácticas y tareas con mayor responsabilidad que muchas policías estatales desatendidas históricamente por sus respectivos gobiernos y comunidades. En la Ciudad de México, tanto la Jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, como el Secretario de Seguridad Ciudadana, Omar García Harfuch, han reconocido esa necesaria presencia colaborativa que no interfiere con el mando, sino que aporta inteligencia y operación.

La intervención del Ejército ha permitido, en los primeros tres de años de la administración de López Obrador, incautar mil 047 fincas, decomisar 21 mil 786 armas, cerca de 429 mil kilos de marihuana y más de 22 mil de cocaína.

La dignidad y capacidad de las fuerzas armadas ha contribuido a la seguridad indispensable de áreas y actividades abandonadas por generaciones de políticos vociferantes sin capacidades para disminuir la incidencia delictiva.

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@guerrerochipres