Que un niño de 11 años de edad tenga acceso a un arma, que pueda llevarla a la escuela sin ser detectado por nadie y que pueda detonarla para matar a una profesora, herir a seis personas más y luego suicidarse de un disparo puede hablar muchas cosas: desequilibrios emocionales, sociales, ausencia de autoridad, tanto familiar como pública, influencias negativas del medio ambiente, de la tecnología y del constante bombardeo y exposición a información y actividades lúdicas que ensalzan la violencia. Todas y cada una de esas causas pueden estar detrás de la tragedia.
Pero lo más grave y doloroso que gritan los cuerpos inertes de un niño y su maestra sangrando, tirados en el piso de un colegio en Torreón, es que a fuerza de no hacer nada, de desentenderse y ser indolentes, de volverse ineptos e incapaces en la urgencia de frenarla, combatirla y castigarla las autoridades, la sociedad y hasta las mismas familias de México, hemos contribuido a normalizar y a escalar la violencia criminal y mortal que padecemos como país. Y al hacerlo, al quedarnos callados y mirar para otro lado, al culpar a los que nos antecedieron en los cargos públicos o a los “que andan en malos pasos”, pretendemos que no es una aberración que mueran violentamente, en masacres, ejecuciones, tiroteos, torturas, desapariciones y fuegos cruzados casi 300 mil personas en los últimos 19 años —250 mil en los sexenios de Calderón y Peña Nieto, y 40 mil en el primero año de López Obrador— lo único que hemos logrado, y de ello somos responsables todos, gobiernos y sociedad, es esconder la putrefacción que nos corroe y que nos ha vuelto una nación violenta, insensible, incivilizada y deshumanizada.
¡Son las armas, estúpidos!
Como casi todos los males y problemas que nos aquejan y nos afectan como país, la tragedia de la violencia irracional en la que se inscribe la tragedia del colegio Cervantes, de Torreón, Coahuila, tiene su origen en los dos fenómenos que han desatado el pandemonium mexicano: la corrupción y la impunidad. La corrupción porque ella permite el ingreso y la proliferación de más de 200 mil armas cada año, según datos oficiales, que proceden de los Estados Unidos y que entran ilegalmente al territorio mexicano. Y la impunidad porque esas armas ilegales pueden ser usadas por criminales, narcotraficantes y delincuentes comunes con total saña y libertad, sin pagar consecuencias por portarlas y dispararlas para robar y matar en todo el territorio nacional.
Y lo más fácil e hipócrita es quejarnos y culpar a los Estados Unidos de esa inundación de armas que lleva décadas ocurriendo: “Estados Unidos tiene que hacer muchísimo más (contra el tráfico de armas). Lo que están haciendo es muy poco o casi nada. México va a estar exigiendo las acciones que Estados Unidos debe tomar”, dijo en septiembre pasado el canciller Marcelo Ebrard. Pero nadie en el gobierno mexicano, ni en el actual ni en los de sexenios anteriores, han querido aceptar y mucho menos enfrentar, que los cientos de miles de armas estadounidenses, que son compradas legalmente del otro lado del Río Bravo, entran a territorio mexicano por nuestra frontera y nuestras aduanas, en donde no hay ni el equipo, ni la tecnología, ni mucho menos el interés de detectar, frenar y decomisar ese armamento que en la mayor parte de los casos es traído en operaciones hormiga y cruza sin problema en autos particulares o vehículos de carga la línea fronteriza del lado mexicano.
¿Por qué las autoridades mexicanas no empiezan por frenar, en nuestra frontera y nuestras aduanas la entrada de armas ilegales, antes de exigirle a Estados Unidos haga algo para que no vengan esas armas? ¿Será por incapacidad, falta de recursos o por simple corrupción?
La crisis estalló con "Rápido y Furioso"
En una extraña coincidencia, ayer casi a la misma hora que el niño Jose Ángel “N” sacaba su dos pistolas, una calibre 22 y otra calibre 40, las empuñaba y gritaba “Hoy va a ser el día”, antes de comenzar a disparar contra profesores y alumnos en el Colegio Cervantes, el presidente Andrés Manuel López Obrador hablaba en Ciudad Juárez, Chihuahua, a 834 kilómetros de distancia, del fallido operativo “Rápido y Furioso” que, por acuerdo de los gobiernos de México y EU, detonó la llegada de decenas de miles de armas ilegales que fueron vendidas por agencias estadounidenses a grupos del crimen organizado mexicano con el supuesto objetivo de “rastrearlas”, aunque al final solo sirvieron para aumentar la violencia y las muertes en México.
“Sería importante que también se buscara llegar al fondo porque no sólo las autoridades mexicanas, hay también autoridades de Estados Unidos, funcionarios de las distintas agencias que participan en operativos conjuntos. El ‘Rapido y Furioso’ fue una acción concertada entre el gobierno de Estados Unidos y el gobierno de México. Cuando el ‘Rapido y Furioso’, el que estaba encargado de la seguridad era Genaro García Luna…es un operativo de los sótanos, subterráneo, que afectó mucho, estamos hablando de la pérdida de vidas humanas”, dijo el presidente.
Y en casi todo tenía razón López Obrador: el problema de la proliferación y el uso de armas ilegales en México se disparó y se salió de control cuando entraron las armas vendidas por agencias estadounidenses a grupos del crimen organizado en el país; salvo en algo que al parecer le informaron mal al presidente porque el responsable del operativo “Rápido y Furioso” por parte del entonces gobierno de Felipe Calderón no fue García Luna, sino el procurador Eduardo Medina Mora, quien en los primeros meses del 2009 se reunió, en la ciudad de Phoenix, Arizona, con altos funcionarios del Departamento de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF) del gobierno de Estados Unidos y aceptó el operativo “experimental” para venderle armas estadounidenses a cárteles del narcotráfico para después rastrearlas en territorio mexicano.
Nunca se supo con exactitud cuántas fueron las armas cortas y largas que se vendieron a grupos criminales e ingresaron a territorio mexicano, pero las estadísticas oficiales indican que a partir del 2009 las cifras de decomisos de armas se dispararon y pasaron de cifras de 49 mil armas anuales antes de ese año, a 154 mil entre el 2009 y el 2012.
El ATF estadounidense le perdió el rastro a la mayoría de las armas de “Rápido y furioso”, y de ese operativo secreto, pactado “en los sótanos” como dijo AMLO, sólo se supo cuando ocurrieron dos hechos que lo sacaron a la luz: primero en Estados Unidos, donde el 14 de diciembre de 2010 un agente de la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos fue baleado por un traficante de origen mexicano, Heraclio Osorio-Arellano, que portaba un arma ilegal de aquel operativo; y en México el escándalo estalló cuando sicarios de Los Zetas atacaron a balazos a dos agentes de la DEA que circulaban en la carretera San Luis Potosí-Querétaro, el 16 de febrero de 2011. Fue ahí cuando se supo que las armas utilizadas por los narcos provenían de un operativo llamado “Rápido y Furioso”.
Por lo pronto, van dos datos que ayudan a demostrar que el problema de violencia desbordada y letal que padecemos —y que ayer nos mostró uno de sus rostros más dolorosos en el asesinato y la muerte en una escuela primaria— es más atribuible a la impunidad, la corrupción y la ineficiencia de las autoridades mexicanas que a la venta de armas legalizada y relajada en Estados Unidos. El primer dato son las cifras de decomiso de armas ilegales en los últimos tres gobiernos: en promedio en el gobierno de Felipe Calderón se decomisaron 35 mil armas cada año; en el de Peña Nieto 8 mil 500 armas; en el primer año de López Obrador sólo se decomisaron 7 mil armas ilegales.
Y el otro dato, que confirma la descomposición y la falta de efectividad de las estrategias de seguridad y control de armas de los últimos gobiernos mexicanos, incluido el actual, es que en México las mismas armas —aquí ilegales y allá legales— son más letales que en Estados Unidos: en territorio estadounidense se contabiliza un homicidio doloso por cada 9,000 armas de fuego; en la República Mexicana hay un homicidio doloso por cada 600 armas. ¿De quién es el problema y en manos de quién está la solución?
Notas indiscretas
Por cierto que ayer que habló de “Rápido y Furioso”, López Obrador lo hizo en el contexto de una petición al gobierno de EU para que no sea selectivo en la información que obtenga de Genaro García Luna y la que dé a conocer públicamente. “Nada de estar administrando la información. Detengo a un delincuente, le saco la sopa y doy a conocer lo que me conviene, lo que no afecta a mi gobierno. No, ya no queremos eso”, dijo el presidente. Y la verdad es que como declaración política está muy bien porque efectivamente el país vecino siempre que se lleva a un narcotraficante o político mexicano y termina negociando con ellos, les saca mucha información que administra a su única conveniencia. Lo único malo de la declaración del mandatario mexicano es que al llamar “delincuente” a García Luna podría estarlo favoreciendo porque ya afectó de nulidad todos los posibles procesos en su contra que tenga la Fiscalía General de la República al violentar la “presunción de inocencia” y el debido proceso, justo de lo que se quejaba esta semana el fiscal Alejandro Gertz Manero. Quién sabe si el presidente sepa o no el efecto jurídico que pueden tener sus declaraciones, sobre todo si son aprovechadas por los abogados de García Luna, pero con esto empieza a quedar claro lo que quiso decir López Obrador cuando, en una defensa inusual del director de la Unidad de Inteligencia Financiera, Santiago Nieto, acusado por el fiscal Gertz de violentar derechos de presunción de inocencia y afectar el debido proceso en investigaciones judiciales, el mandatario dijo: “Santiago no hace nada sin consulta al presidente, no es echarle la culpa a él”. Es decir que ¿el que ordena violentar derechos y afectar procesos judiciales es el propio Presidente de la República?...Los dados mandan Serpiente doble. Caída al precipicio.
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