El México de hoy se parece cada vez más al México de hace 40 o 50 años. Un solo partido --apoyado abiertamente por el presidente de la República y beneficiándose del presupuesto público para ganar clientelas políticas y sumar adeptos a través de apoyos y ayudas sociales-- gobernará no sólo desde la Presidencia, sino en 24 estados del país, con mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y a sólo dos escaños de tenerla también en el Senado, con una oposición minimizada que poco o nada podrá hacer para evitar el mayoriteo en la aprobación de leyes, presupuestos y reformas constitucionales que pueden abarcar cualquier cosa que se le ocurra al nuevo partido de Estado y a sus gobernantes.
Es como si, con una votación abrumadoramente mayoritaria por una sola opción en la mayoría de los cargos públicos en disputa, los electores mexicanos hayan decidido volver a un país con un sistema político dominado casi en su totalidad por una sola fuerza política, algo que ya se vivió en este país por más de 75 años ininterrumpidos y que había dado paso, después de la llamada “dictadura perfecta” implementada por tres cuartos de siglo por el PRI, a una democracia en donde ya no tenía el dominio un solo partido, se habían creado contrapesos y equilibrios entre poderes, tanto desde el Congreso y el Poder Judicial, como desde los órganos constitucionales autónomos para acotar y disminuir el enorme peso del presidencialismo omnímodo que nos sometió durante todo el siglo 20 a los caprichos, veleidades y excesos de un solo hombre.
Pero llegó Andrés Manuel López Obrador con su Movimiento de Regeneración Nacional y su demagogia populista, primero ofreciendo apertura, moderación y democracia, para después centrar toda su fuerza y su carisma en la construcción de un nuevo régimen político que, lejos de evolucionar hacia una democracia más perfecta y consolidada, con los equilibrios y contrapesos que tanto les costaron a los mexicanos, el líder carismático se dedicó a construir un discurso de polarización y división entre los mexicanos, explotando las desigualdades económicas y sociales, atizando a las clases medias “aspiracionistas”, satanizando al Poder Judicial porque no se le sometió, mientras domesticaba al Poder Legislativo con sus mayorías, al tiempo que intentaba destruir a los órganos autónomos con el afán de concentrar todo el poder en la Presidencia de la República.
Con la repetición diaria de un discurso que condenaba a la corrupción del pasado, sin ver, aceptar y mucho menos castigar la corrupción del presente, el presidente convenció y aleccionó a sus seguidores y para garantizar su lealtad, les duplicó y aumentó las entregas de dinero en efectivo a todos los grupos de población, endeudando al país y aumentado el déficit fiscal en pleno año de elecciones, sabedor de que entre más dinero entregara a más mexicanos, a los que además se les amedrentaba y se les amagaba con que perderían sus ayudas económicas si no votaban por su partido de Estado, la inmensa mayoría de sus beneficiarios, que suman una base de casi 36 millones de personas entre adultos mayores, madres solteras, estudiantes becados, jóvenes ninis y campesinos que destruyen árboles para cobrar dinero con la promesa de sembrar otros árboles, le darían su voto para defender los apoyos económicos que reciben.
El resultado fue una elección completamente atípica en el México de la democracia reciente, en el que violentando todas las reglas y haciendo campañas hasta con tres años de anticipación, el poder del Estado y del presidente se hicieron sentir durante la contienda electoral para ensalzar todos los días las bondades de su partido y de sus candidatos, mientras atacaba, descalificaba y violentaba a la oposición y sus candidatas y candidatos. Y vino así una votación que de manera casi perfecta, coincidió con el guion previamente escrito de que la elección del 2 de junio “era sólo un trámite” y que las encuestas que, pagadas desde el oficialismo, vaticinaban un triunfo arrollador de la candidata del partido gobernante, no se equivocaron y cumplieron cabalmente su función de generar una percepción que finalmente se volvió realidad.
En ese punto, en el que hoy nos encontramos, en el México de la nueva mayoría de Estado, donde la soberbia de los ganadores marca la pauta, mientras se desconocen y achican los derechos de las minorías, y a todo aquel que se niegue a aceptar que la nueva democracia mexicana se parece cada vez más al autoritarismo del pasado, se le descalifica, se le tacha de fracasado o de plano se le manda a investigar con los instrumentos del Estado, el rostro político de la Nación se torna cada vez más uniforme y se busca eliminar los contrapesos e incluso destruir a los Poderes del Estado que les han sido incómodos, utilizando el “mandato popular” y la contundencia de las mayorías legislativas para cumplir cualquier capricho o venganza que se desee desde el poder.
Y así, se prepara la destrucción del Poder Judicial de la Federación, con la promesa de que “se escuchará a todos” y se busca mejorar la impartición de justicia, aunque en los hechos los especialistas y las voces académicas cuestionen la viabilidad de una nueva Corte, nuevos magistrados y jueces electos por el manipulable voto popular. Pero el asunto no para ahí. Se preparan y anuncian más reformas para terminar de militarizar la seguridad pública con una guardia adscrita al Ejército y ya no al gobierno civil, como originalmente fue concebida, al tiempo que se afilan también otros cambios constitucionales como la desaparición de la figura de los plurinominales en el Congreso, gracias a la cual el movimiento que se dice “de izquierda” y que hoy gobierna, pudo finalmente llegar al poder, después de que sus antecesores del Partido Comunista y todas sus derivaciones salieron de la clandestinidad precisamente gracias a las diputaciones plurinominales.
Es muy probable que después del mes de septiembre próximo, cuando se estrene la nueva aplanadora mayoritaria en el Congreso, se apruebe esa reforma tan popular o populista, de eliminar la representación plurinominal y de primeras minorías en el Senado y la Cámara de Diputados, con lo que desaparecerían de un plumazo 200 diputaciones y otros tantos escaños de senadores, de tal manera que a partir de 2027, cuando vengan las siguientes elecciones intermedias para el legislativo, volveremos a tener un Congreso muy parecido al que había en 1975, antes de la reforma política y electoral de don Jesús Reyes Heroles, que rompió con la hegemonía de un solo partido y le abrió la puerta a las minorías en el Congreso, particularmente a la izquierda mexicana que gracias a esas reformas pudieron dejar la clandestinidad y las guerrillas de la llamada “guerra sucia” para hacer política por las vías legales e institucionales.
Hoy, paradójicamente, serán los que se dicen “herederos” de las luchas de la izquierda histórica mexicana, los que se aprestan a destruir esas reformas para facilitar el control y dominio del Congreso de la nueva versión del viejo PRI, que se llama Morena.
Pero de todo lo que hoy vivimos en esta democracia que retrocede en lugar de avanzar, lo que más preocupa es el regreso de un fantasma aún más viejo en la política mexicana: el del Maximato de Plutarco Elías Calles. Porque si bien casi 36 millones de mexicanos le dieron su voto y su confianza a la doctora Claudia Sheinbaum, para que fuera la primera mujer presidenta en 200 años de elecciones presidenciales en México, pareciera que ella, en sus primeras acciones, decisiones y anuncios, no les está respondiendo solamente a esos votantes que le dieron un respaldo inédito en la democracia electoral mexicana.
Con la reversa que metió Claudia Sheinbaum a su planteamiento de darle más tiempo a la discusión del Plan “C” para reformar al Poder Judicial, después de su primer encuentro oficial con el presidente López Obrador en aquella comida, muchos levantaron la ceja, preocupados porque al final la doctora aceptó la primera imposición de su mentor político, lo que le costó incluso el nerviosismo de los mercados; luego vinieron los nombramientos del gabinete y hubo quienes vieron un primer intento de desmarque por parte de la presidenta electa con sus primeros seis secretarias y secretarios que mandaron varios mensajes para diferenciarse del actual gobierno; pero el fin de semana, cuando después de su segunda gira con López Obrador, Claudia Sheinbaum salió a ofrecer que terminará de militarizar al país y a la Guardia Nacional al entregársela administrativa y presupuestalmente al Ejército, el escepticismo y las dudas sobre quién está manejando realmente la agenda del futuro gobierno, volvieron a ganar terreno.
A estas alturas, cuando empiezan a surgir memes y comentarios desde las redes sociales sobre la existencia de un nuevo Plutarco y del surgimiento de una figura que hace muchas décadas se eliminó del sistema político mexicano, como fue la vicepresidencia, ya no está tan claro si con las nuevas y rotundas mayorías y la primera presidencia femenina el país avanza en su democracia o más bien involuciona hacia una extraña combinación de un nuevo régimen de Partido de Estado, adicionado ahora con la versión de un Maximato en pleno siglo 21.
NOTAS INDISCRETAS… Ni las amenazas y el berrinche le funcionaron al senador Gerardo Fernández Noroña que exigía que le cumplieran lo prometido y reivindicaran su tercer lugar en la contienda interna de Morena, nombrándolo a él coordinador parlamentario en el Senado, en lugar del cuarto lugar que fue Adán Augusto López. La presidenta electa fue muy clara al decir que “a Fernández Noroña lo quiere mucho la gente y él seguirá en el movimiento”, pero no habrá ni coordinación ni reconocimiento a su tercer lugar. Eso sí, pragmático como es, don Gerardo dijo en sus videos que él pide que se cumpla lo prometido “pero si no se cumple, no pasa nada y seguimos adelante”. Es decir, que como los niños que se tiran al piso para ver si consiguen lo que quieren, cuando ven que los padres los ignoran y siguen caminando, mejor se levantan y a seguir como si nada… Se lanzan los dados. Acecha la Serpiente.