Mientras más de la mitad de la población en México (55% según el reporte oficial) estamos encerrados en nuestras casas por el temor al coronavirus, los cárteles del narcotráfico han sacado a las calles a sus sicarios armados ya no sólo a presumir y alardear en videos sobre el control de territorios, ciudades y municipios, sino que ahora también aprovechan la pandemia y la necesidad de la gente para salir a repartir despensas y alimentos a la población, actuando como supuestos benefactores sociales, ante la total complacencia gubernamental y sin que ningún tipo de fuerza pública de seguridad, ni municipal ni estatal y mucho menos federal que les haga frente o se los impida.
Es como si los narcotraficantes, ante la ausencia del Estado y la distracción de las Fuerzas Armadas que ahora están ocupadas atendiendo a enfermos de coronavirus —como antes los mandaron a atrapar migrantes—, percibieran un vacío de poder y estuvieran aprovechando las circunstancias para arrebatarle al gobierno una facultad constitucional más: la del apoyo y bienestar social, que se añade a las funciones que ya le disputan desde hace casi dos décadas al Estado mexicano, como el monopolio de la violencia y la fuerza pública, el cobro de impuestos (derechos de piso y extorsiones) y hasta la distribución y venta de combustibles e hidrocarburos.
Así en medio de la emergencia sanitaria que vive el país, hemos visto, a través de videos en los que ellos mismos se graban y difunden en redes sociales, el despliegue de escuadrones armados de distintos grupos del narco que llegan a comunidades pobres con camionetas cargadas de despensas y, sin ningún recato y mucho menos prisa, comienzan la entrega organizada ante decenas y cientos de personas que acuden gustosas a recibir las cajas que, como si fueran un producto comercial, vienen rotuladas con marca del cártel de que se trate, ya sea sus iniciales o hasta fotos y diseños con la imagen de conocidos capos del narco.
Lo mismo lo han hecho en las últimas semanas el Cártel del Golfo en Tamaulipas, Los Zetas en Veraruz, que el Jalisco Nueva Generación en distintos estados y que incluso ha llegado a repartir despensas hasta en Guatemala. Pero lo que sorprendió esta semana es que “el señor Don Mencho”, como lo llaman los sicarios armados que reparten la “ayuda en su nombre” en colonias de Zapopan y Guadalajara, en la segunda Zona Metropolitana más grande y habitada del país, a plena luz del día sin que ninguna autoridad, ni del gobierno de Enrique Alfaro ni del gobierno del presidente López Obrador les molestara ni interrumpiera su “benéfica labor”.
Con más diseño y estilo, porque ella no llega con hombres armados —al menos no visiblemente— Alejandrina Guzmán, la hija de Joaquín “El Chapo” Guzmán, hizo lo propio en Guadalajara, repartiendo cajas de alimentos y víveres con el rostro impreso de su padre, cuyo apodo ha registrado como una marca de propiedad industrial que explota comercialmente con el diseño y venta de ropa y otros artículos bajo la marca “El Chapo 701”.
Lo más interesante de esta faceta de “promotores sociales” que han asumido los grupos del crimen organizado, que incluso buscan competir entre ellos para ver quién es el más bondadoso y quién le da mejores apoyos a la gente, es que esto ocurre justo en un gobierno cuya bandera más importante es el “bienestar de los más pobres” y la entrega de apoyos económicos directos a los sectores más desprotegidos. Si el presidente López Obrador se asume como el “defensor de los pobres” y justifica su gasto millonario en sus programas de subsidio directo a grupos vulnerables, hoy parece que no es el único que se preocupa por el llamado “pueblo bueno” y que tiene competencia directa con el narco.
Esta semana le preguntaron a López Obrador qué pensaba de que los narcos anduvieran repartiendo despensas a la población necesitada y muy lejos de condenar esa práctica o considerarla un desafío de los criminales a su gobierno, el Presidente se mantuvo en su discurso moral y defensor de los “derechos humanos” de la delincuencia organizada: "Aprovecho para decirle a los que están en las organizaciones que se dedican a la delincuencia, que he estado viendo que reparten despensas, eso no ayuda. Ayuda más el que dejen sus balandronadas”, dijo el mandatario sin alterarse y en un tono casi de consejo amistoso.
De los juguetes de Osiel a las depensas del Mencho
La pretendida “labor social” de los grupos del crimen organizado no es nueva y ocurre casi desde el origen de los cárteles de la droga en México. Los capos del narco siempre han jugado a ser una especie de “Robin Hood” o “Chucho El Roto” en la visión mexicanizada, aunque más bien ellos se asumen más como el maleante “Jesús Malverde” que robaba pero ayudaba a la gente. Pero históricamente ese tipo de ayuda se limitaba a sus lugares de origen o a los pueblos y localidades donde vivían sus familias, a los que ayudaban pavimentando calles o llevando luz eléctrica ante el abandono de los gobiernos priistas.
Luego, en épocas más recientes, capos como Osiel Cárdenas encontraron en la “labor social” con el reparto de dádivas y artículos como juguetes a los niños o regalos a las madres, una forma de expandir y aumentar no sólo su “base social” y el apoyo y la simpatía de las comunidades para que los cuidaran y protegieran de las acciones policiacas, sino también una forma de expandir sus territorios y, por tanto, sus negocios ilícitos.
Porque eso está también detrás de esta ola de “generosidad” de los narcotraficantes mexicanos que aprovechan la confusión y la incertidumbre, pero también el “vacío de poder” que está generando una situación tan irregular como la pandemia del coronavirus, para ganar espacios y controlar territorios en donde además pueden expandir sus negocios de drogas, extorsión y cobro de derecho de piso. Cada lugar a donde llegan a repartir despensas, son lugares en los que, además de exhibir abiertamente su presencia, en un claro desafío al Estado mexicano y a los gobiernos estatales y al de López Obrador, también están pensando en colocar puntos de venta y cobro de impuestos.
No es casual, por ejemplo, que en Guadalajara y su zona metropolitana se hayan hecho presentes, con diferencia de días, el Cártel Jalisco Nueva Generación, que hoy controla esa plaza estratégica e histórica del narcotráfico mexicano, y que también la hija de Joaquín Guzmán Loera se haya mostrado repartiendo ayuda a los adultos mayores que están en cuarentena. Lo que se asoma de fondo es la guerra que mantienen estos dos cárteles, el de Sinaloa y el CJNG, los dos más fuertes en este momento, por el control no sólo de la capital jalisciense sino de la mayor parte del país.
Y todo eso sucede ante la estrategia de un gobierno que ha renunciado, por mandato superior del Presidente, al combate y confrontación de fuerza hacia el narcotráfico, al que ahora no sólo se le trata con respeto y consideración “porque no son delincuentes, también son humanos”, según repite constantemente López Obrador, quien a la par que ordena un repliegue táctico de las fuerzas civiles y armadas, decide tratar de convencer a los capos y sicarios más sanguinarios y despiadados, con su ridiculizada de “Abrazos no balazos”, en la que les da consejos y prédicas moralistas: “Háganle caso a sus mamás, piensen en ellas y dejen de cometer balandronadas”, les dice el Presidente, una y otra vez, como en llamados a misa, a delincuentes como Nemesio Oseguera “El Mencho”, considerado por la DEA y el FBI como “el criminal más violento y peligroso del mundo”.
Por eso el narco está de fiesta en plena pandemia por el Covid-19. Porque por un lado la Guardia Nacional actúa bajo las órdenes superiores del mando militar al que obedecen de no perseguir ni enfrentar a los narcos en todo el territorio nacional, lo que se refleja en el aumento de homicidios dolosos en el mes de marzo con más de 3,078 ejecuciones, producto de las pugnas violentas de los cárteles. Y por el otro lado, buena parte del Ejército y la Marina está concentrada en todo, menos en la seguridad nacional: cuando no están atendiendo enfermos por coronavirus, están persiguiendo migrantes o construyendo aeropuertos, por que así lo pide el Presidente.
Dice el viejo dicho popular que “cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta”, y eso está ocurriendo con el narcotráfico en México. Se pasean por el territorio nacional amedrentando, enseñando su poderío y presumiendo sus armas y ejércitos con los que le han arrebatado al Estado sus funciones esenciales y constitucionales. Ahora lo hacen como un presunto “benefactor” de la sociedad, pero ya le habían quitado antes el monopolio de la fuerza, el cobro de impuestos y el manejo de los hidrocarburos. El narco sabe que hay un Estado y un gobierno débil y exhibe no solo los enormes vacíos de poder que existen en este país, sino también la ineptitud y debilidad de todos los niveles de gobierno, pero especialmente del que tiene la obligación y la facultad legal de combatirlo: la administración federal al mando de un presidente como López Obrador, que nos prometió que iba a pacificar al país, pero nunca dijo que también les iba a regalar ese mismo país a los narcotraficantes para que hicieran con él lo que les venga en gana. Los dados mandan Serpiente.
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