Para Ivonne Melgar
Y Dios se apersonó en forma humana en la Plaza de la Constitución, a esas horas desierta, y preguntó al aire:
—¿Hay alguien en este país que no quiera ser el Presidente de los demás?
Se refería a los eventos de la semana.
Desde un jardín, el intelectual en jefe de los liberales había hecho un llamado para buscar la revocación del mandato del Presidente.
—Porque el Presidente se cree Jesucristo —explicó.
Desde su despacho, el importante periodista Jorge Zepeda Paterson catalogó a los críticos del Presidente en once categorías deshonrosas.
—Cada uno es secretamente un golpista —sentenció.
Al aire libre, desde un barco, el mismo Presidente inauguró el hermoso Mar Caribe, o algo así, para aumentar su popularidad.
—Te declaro obra magna de la Cuarta Transformación —bendijo al mar verde azul.
El gobernador de Jalisco hizo maniobras militares en su estado, para demostrar que podría sustituir en fecha próxima al Presidente.
—Soy Mussolini, reencarnado –aseguró.
Y nuestros grandes empresarios guardaron silencio, excepto uno, que hace su agosto en esta pandemia, desacatando la orden de cerrar los comercios.
La voz de Jehová tronó en el centro del Zócalo:
—¿Hay alguien, en este país, que no quiera hacer una ganancia durante esta desgracia? ¿Alguien que no quiera avanzar su poder y su gloria? ¿Alguien que meta la mano en su bolsa y extraiga algo útil para el prójimo?
Y como nadie le respondió, extendió una terrible amenaza:
—Solo si encuentro diez personas decentes y generosas, libraré a este país de idiotas de la extinción. De no encontrarlas, lo declararé extinto y un fuego benigno recorrerá sus edificios y sus casas y sus poblados, y los volverá ceniza.
Fue entonces que una señora llamada Marianita Campos se acercó rengueando hasta el señor Dios.
—Buenas tardes, Jehová de los Ejércitos –le dijo. —Dispense que me meta en sus asuntos, pero le tengo una respuesta. Vaya a cualquier hospital y encontrará ahí a dos mil personas más que buenas, heroicas, que se juegan la vida salvándole la vida a los otros.
—Iré –dijo Dios.
—¿Y de paso puedo pedirle algo? –Marianita le sonrió, coqueta.
—Pide, Marianita Campos –dijo Dios impaciente: ahora esta pequeña mortal le pediría alguna ganancia.
—Señor Jehová de los Milagros –le dijo doña Marianita Campos —¿podrías llevarles todos los medicamentos que ellos necesitan?
—Okey –respondió Dios.
—¿Y puedo pedirte algo más?
—Pide otra vez, pequeña mujer.
—Líbranos por favor de los que se dicen nuestros salvadores y tráenos a otros con espíritus más amplios y generosos.
—Concedido –tronó Jehová. Y ya se iba cuando la mujer lo volvió a llamar.
—Oye Dios –le dijo. —Te cambio el último pedido.
—Ándale, pero hazlo a prisa.
—Mejor tráenos una sociedad que no necesite de líderes, a la que le baste solo su gente decente.
Dios lo pensó con cuidado. Eso sería un invento prodigioso: una sociedad sin caudillos.
—Concedido, Marianita Campos –tronó el Señor.