Por primera vez tendremos en México en el año 2024 una o varias candidatas viables a la presidencia y al gobierno de la Ciudad de México. No simbólicas: viables: que pueden de verdad ganar el puesto.

A much@s nos emociona la posibilidad, y por eso es importante decirlo de antemano: una persona con aretes no garantiza nada, excepto que tiene agujeritos en las perillas de las orejas; y en contraste, esos aretes pueden ser un malévolo disfraz: entre ellos puede ocultarse una persona altamente conservadora y misógina, que capture la emoción popular, en especial la de las otras mujeres, de forma inmerecida.

De ahí la necesidad de explicitar qué promesa de cambio late de forma subliminal tras el cuerpo de mujer de las candidatas.

La promesa es que al llegar una mujer al Poder más alto del país o de la ciudad capital, llegue con ella el legado de la cultura femenina, para volverse políticas públicas.

Ese legado puede desdoblarse en tres áreas.

La más evidente se refiere a la lealtad con otras mujeres. Una gobernante leal ejercería políticas públicas que rompan el desequilibrio actual entre los géneros.

Políticas públicas que impulsarían el derecho a la libre elección de la maternidad; combatirían la discriminación laboral, el acoso y la violación; y erradicarían los feminicidios.

Una sociedad donde la mitad femenina dejara de ser victimizada de forma rutinaria sería una sociedad mejor para tod@s. Sería una sociedad con mucho menos violencia y sufrimiento en sus rincones y callejones sombríos.

La segunda área se refiere a la cultura del cuidado.

Durante milenios, en cada hogar el cuidado de los débiles --los niñ@s, los y las abuelas y los enfermos-- fue responsabilidad de las mujeres, una responsabilidad que estuvo al margen de las cuentas de la economía o del contrato social.

Las mujeres cuidaban de los débiles de forma gratuita y porque eso se les asignaba desde niñas, y así fueron el corazón compasivo que en silencio y sin nomenclatura convertía una casa en un hogar.

Hay mujeres políticas que asumen ese legado y otras que no. Hay unas que pagarían esa deuda infinita, volviéndola asunto de Estado: que fortalecerían los servicios públicos de salud y de educación, para convertir una sociedad en una Patria —¿o deberíamos ya decir una Matria?

Y hay otras mujeres políticas que desconocerían esa deuda. Un breve y contundente ejemplo de una mujer de poder que la desconoció: Margaret Thatcher.

Un Estado Compasivo es la segunda promesa que una candidata podría ofrecer a la sociedad —o no—.

Y la tercera área del legado femenino es la ecología.

Las mujeres fuimos consideradas durante milenios Naturaleza. Naturaleza entendida como lo que está fuera de la civilización. Esa lectura dejó a las mujeres de cada hogar la transformación diaria de lo natural en comida, vestido y medicina, y nos convirtió en las intermediarias entre lo natural y lo civilizado.

Por eso no es una paradoja que hoy, cuando la civilización intenta transformar su dominio de la Naturaleza en una realineación con ella, en la primera fila del movimiento ecologista destaquen las mujeres. Y tampoco es raro que entre los gobernantes más ecologistas de hoy destaquen las mujeres cabezas de Estado.

No, nada especial ganamos con gobernantes que usen aretes --solo porque usen aretes. Antes de entregarle nuestra emoción a una candidata, pasémosla por el cernidor de la duda.

¿Es feminista?, ¿es decir, impulsaría mejoras en la vida de las otras mujeres? ¿Su corazón compasivo se volvería servicios públicos solidarios? ¿Su amor por las flores se traduciría en un proyecto de energías limpias y un sistema de parques y reservas naturales?

Varias entre las actuales candidatas no pasan desde ya por este cernidor, y no es porque usen aretes demasiado grandes. A las otras, habrá que interrogarlas y escucharlas, amén de revisar sus historiales. El feminismo no es una pura e ingenua emoción: es una agenda política.

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