Una joven mujer camina por la noche –o viaja en un uber. Un hombre la ve y piensa que podría violarla –y reprime el pensamiento o procede a atacarla y violarla. Luego la abandona herida –o la mata. La tira al borde de una carretera o en una cisterna o la deja bajo la cama de un hotel de paso.
Pasan horas –o días o semanas, hasta que la familia o los amigos de la joven detectan su ausencia y avisan a la policía. La policía retrasa por rutina la búsqueda o esta rara vez la busca de inmediato. Nunca la encuentra o la encuentra viva y salva —o la encuentra muerta.
La prensa no se entera o se entera y suena el silbato, las mujeres salen a protestar a las calles, los reporteros reportan y los comentaristas escriben textos de desaforada indignación. La policía y el alcalde o el gobernador o el presidente , acaso todos ellos y ellas, añaden su propia indignación al tumulto, y prometen —oh sí, siempre prometen esto— que algo así de abominable nunca volverá a suceder.
¿Y el infeliz que ha cometido la violación y el asesinato? Lo más probable siga tranquilo buscado a su próxima víctima. Según sabemos, menos de uno de cada diez feminicidas es alguna vez importunado por la policía, ya no digamos aprehendido, juzgado y castigado.
Esto es lo único seguro: otra violación y asesinato ocurrirá en menos de un día. En promedio son 9 las mujeres violadas y asesinadas de cada día. Y en un mes ocurrirá un caso donde el ciclo completo –asesinato, búsqueda de la policía, indignación de la sociedad y promesas de las autoridades— se repetirá.
En México , hemos ritualizado todo el ciclo del horror y lo recorremos entero cada luna llena. Eso desde hace 30 años, mientras el número de los feminicidios no ha hecho sino aumentar. Kafka tenía un nombre para esa ritualización del espanto. La ceremonia del tigre de las lunas llenas.
Según la fábula de Kafka, sucedió que una tribu de africanos se reunía cada luna llena, para bailar y entrar en trance. Ocurrió entonces que un tigre se presentó a la ceremonia y se llevó entre las fauces a un africano por el cuello, para devorárselo en la soledad de la selva.
Llegada la nueva luna llena, la tribu volvió a reunirse y el tigre volvió a presentarse y volvió a llevarse a un infeliz entre las fauces.
Pero a la siguiente luna llena, cuando volvió el tigre, se hizo notorio que las cosas habían cambiado. La tribu había decidido incorporar al tigre a la ceremonia. Así que recibieron la despaciosa bestia con cierta tranquilidad y cuando se llevó entre las fauces a su víctima , actuaron los aspavientos del horror como si de verdad lo sintieran.
Lo dicho, en nuestro país hemos ritualizado a los feminicidios, incorporando al rito la desgarrada protesta, pero si nuestra intención es que los feminicidios cesen, debemos interrumpir el rito e intentar algo nuevo y grande.
He acá una modesta propuesta.
Exijamos al gobierno federal y a nuestro gobierno estatal que presenten en 2 meses un plan para acabar con los feminicidios. Y el 1 de julio, sentémonos en el zócalo de nuestra localidad a esperar que nos anuncien el plan. Y no nos levantemos del zócalo hasta conocer ese nuevo plan, así pasen días o semanas. O meses. Rotémonos en la espera. Digamos con nuestra persistencia Esto es intolerable, no nos vamos hasta que la autoridad presente un plan.
Un plan que debe ser diseñado por expertos y cuya primera meta debe ser por supuesto prevenir la violación y el asesinato. Pero si el asesinato ha ocurrido, la segunda meta debe ser la aprehensión del asesino, su juicio y su castigo.
Cuando uno de cada cinco feminicidas esté en la cárcel, y no cómo ahora, solo uno de cada cien, el miedo habrá cambiado de bando y la mera idea de violar a una mujer encogerá de terror a quien la piense –mucho antes de que se atreva a realizarlo.