Dejaron un mal sabor de boca las revelaciones de Layda Sansores sobre el tráfico de influencias entre Ricardo Monreal y Alito Moreno.

Dejaron ese mal sabor porque desembocaron en la publicación anónima de un audio donde la misma gobernadora habla de moches millonarios a empresarios campechanos y donde apalabra una terrible formulación:

—Soy la envidia de cualquier narco.

¿Son ciertos esos audios? Esa es la primera pregunta que se impone.

Los que usamos de forma diaria aparatos de edición de audio, sabemos qué fácil es montar una conversación falsa —pero también sabemos qué sencillo es probar el montaje.

La gobernadora tiene obligación de aclararlo; y de negar la conversación, debería asistir a los peritos de falsificación de audios, para comprobarlo.

¿Es la corrupción un mal intrínseco al Estado? Esta es la segunda pregunta que se impone.

Y la respuesta es que no lo es. Existen países donde a través de severos controles sí se ha logrado reducir la corrupción de los políticos al mínimo. A la excepción.

Precisamente el tipo de controles que la 4T presumió pondría en sus gobiernos.

El PRIato fue sinónimo de corrupción. Durante 70 años para el PRI robar y simular fue gobernar. Sigue siéndolo.

En contraste, el PAN fue víctima de la corrupción.

En los doce años en que el PAN detentó la presidencia, la corrupción —y la cobarde decisión de sus líderes de no perseguirla— lo deformó.

Le secó las entrañas morales, le introdujo un sinnúmero de pillos al interior, le comió su proyecto principal —moralizar a México—, lo dividió por dentro y por fin volvió imposible que se purgara a sí mismo.

Eran tantas las tranzas al interior del PAN, eran tantos los corruptos, que para el final de su segundo periodo en la presidencia, abrir el partido al escrutinio lo hubiera terminado de envilecer.

La 4T corre igual peligro si no se atreve ahora, en sus primeros años de gobierno, a purgar a sus corruptos y a implementar por fin los controles que prometió contra la corrupción.

Es posible hacerlo.

Hace un lustro en España, el PSOE y un sector de jueces valientes se lanzaron en una cruzada contra la corrupción que había colonizado al partido gobernante, el PP, el partido de la Derecha.

Exhibieron en la prensa cómo la corrupción ya se había instalado en el sistema del PP como una segunda naturaleza —y luego ocurrió la sorpresa.

No lo dejaron ahí, no se conformaron con haber enlodado la reputación ajena, como suelen los partidos de la oposición en países donde la corrupción es endémica.

El PSOE, aliado con Unidas Podemos y otros partidos menores, lograron la destitución del PP vía una votación en el Parlamento, y desde entonces gobiernan en coalición —y sin escándalos de corrupción.

La 4T es un proyecto de Izquierda. Su misión es transformar a México en un país donde cada mexicano o mexicana tiene garantizada una vida digna. La corrupción tizna esa intención, pero eso es lo de menos.

Lo de mayor importancia: la corrupción deforma ese proyecto y lo corrompe por dentro. Y terminará por impedirlo.

Es decir, si no sucede que una docena de valientes de la misma 4T les plante cara a los corruptos y vuelva real lo que tantos amigos de la Izquierda hoy pensamos:

—No ganamos el gobierno con ideales nobles para que ustedes los viles lo saqueen.

—No, no somos sus tontos útiles, ladrones.