En un país remoto, sucedió que un avión partió de la ciudad capital hacia una ciudad de la frontera norte, en lo que sería un vuelo de cinco horas.

Y ocurrió que a medio vuelo, cuando el avión se encontraba volando ya muy por encima de las nubes, una tormenta eléctrica se disparó en el cielo.

El primer relámpago deslumbró a los pasajeros y se volvieron para mirarse entre sí con ojos grandes. Y de inmediato una caída del avión en vertical les subió los estómagos al cuello.

—Maldita tormenta la que se avecina —sonó la voz del piloto en el sonido local. —Mis aparatos indican que será la Madre de Todas las Tormentas Eléctricas… Pero por favor no se inquieten, este avión y este piloto estamos preparados para librarla con un mínimo daño.

Los pasajeros se quedaron quietos y aterrados. Pésima señal: el piloto mismo estaba impresionado por lo que se avecinaba.

—Un piloto no debe jamás externar su miedo —dijo un doctor en voz suficientemente alta como para que todos lo escucharan. —Demonios, es de manual. ¿Cómo se atreve a decirnos que vamos directo a la Madre de Todas las Tormentas Eléctricas y que habrá algún daño, así sea mínimo? Recontra imbécil.

La experiencia que acreditaba al médico para saber todo eso eran sus 300 operaciones anuales del colon. Es decir: no sabía ni un jocoque de aviones ni de tormentas, pero su autoridad de cirujano del colon jamás lo abandonaba cuando cruzaba a otros temas.

De pronto otro relámpago pintó otra vez el interior del avión de blanco y otra caída brusca en vertical hizo que todos se agarraran de los asientos ante ellos y una señora gorda de pelo en rulos pintados de azul gritó:

—¡Madre mía que me pariste tullida un martes trece!

—Señores y señoras –sonó a continuación la voz del piloto. —Como les advertí, estamos cruzando por la Madre de Todas las Tormentas Eléctricas, pero quiero reiterarles que terminaremos de cruzarla, lo mejor que sea posible.

—Mierda –se puso en pie un ingeniero. —Lo mejor posible dice este piloto idiota. Lo mejor posible no es suficiente.

—Mierda –se alzó un veterinario indignado, —por lo menos si este idiota supiera hablar.

—Dijo señores antes de señoras –se alzó una diputada federal, feminista y furiosa—: voy a exigirle comparecer ante el Congreso.

—Ya nos llevó la chingada –resumió el sentir general la señora gorda de rulos azules, que era abogada.

En ese momento el azafato de la aeronave se apersonó en el pasillo de la cabina. Era un hombre de baja estatura y pelo platinado, y resultó que era un hombre muy jocoso.

—Señores y señoras –dijo en el pasillo. —Les voy a regalar la medida más eficaz contra los accidentes aéreos.

Sacó una cartera de la bolsa interior de su saco azul marino. Y tardó cerca de un minuto en sacar de entre todos los compartimientos minúsculos de la cartera una especie de escapulario. Lo alzó para que lo vieran todos:

—Es un Detente –anunció. Y se rió. —Esto para el Mal en cualquiera de sus manifestaciones. Se alza así y uno decreta: Detente. —Volvió a reírse. —No le hagan caso al piloto, el pobre no sabe mucho, vayan mejor ahora mismo a un templo y cómprense un Detente, esto sí detiene en seco las tormentas.

Volvió a reírse y recorrió hasta el fondo el pasillo mostrando el Detente.

A su paso hubieron risas. Hubieron resoplidos indignados. La señora gorda le rogó le vendiera su Detente. El médico del colon le dijo Cretino parroquial. Así se entretenían los pasajeros, peleándose entre sí, cuando el cielo que los circundaba les recordó que el peligro estaba afuera de sus humores y del mismo avión: un rayo cayó sobre el ala derecha, la aeronave empezó a girar sobre su eje con el ala incendiada, y de pronto se elevó en vertical durante un minuto largo como el horror, durante el cual el médico del colon se puso en pie, mostró a los otros pasajeros un bisturí y gritó:

—¡Yo lo arreglo!

Lo gritó y se adelantó de prisa por el pasillo hacia la cabina. El ingeniero fue tras él. La diputada fue tras ellos. Tras ellos se fue formando una fila de pasajeros decididos a poner remedio al peligro. El ala derecha seguía rodeada por su melena de fuego.

El médico del colon entró a la cabina de mandos y ejecutó dos movimientos certeros. En uno, pasó la mano ante el cuello del piloto. En otro, le cortó con el bisturí de un tajo la garganta. El chisguete de sangre manchó los relojes de los controles. Entre varios pasajeros, alzaron el cuerpo del piloto y lo tiraron en el piso del pasillo.

Entonces el médico del colon le giró sus instrucciones a la copilota, que lo miraba boquiabierta:

—Tome los mandos y salgamos de inmediato de la zona de la tormenta eléctrica.

La copilota miró el bisturí tinto en sangre en la mano del doctor y dijo que sí con la cabeza. Y sin más, se pasó al asiento del piloto.

Cinco minutos más tarde, entre los pasajeros reinaba la satisfacción por el asesinato cometido. Volaban en una horizontal amable: el fuego solo había achicharrado la mitad del ala derecha y para ahora había desaparecido: el azafato platicaba con la señora gorda sobre los tréboles de seis hojas que se compraban en un templo de Tabasco a diez baratos pesitos: el médico del colon paseaba por el pasillo su recién ganado liderazgo.

—Felicidades, doctor –le decían. —Gracias doctor. Doctor, sea nuestro piloto de una vez.

Se equivocaban. La cadena de causas y efectos estaba fuera del avión, intocada por sus dramas. Lo supieron cuando un resplandor iluminó el cielo entero: el avión descendió en vertical un minuto, dos minutos: un insecto cayendo sin control por la atmósfera del planeta: la Madre de Todas las Tormentas Eléctricas apenas realmente empezaba y no contaban con un piloto experto en tormentas...

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