Para mi ave rara predilecta, Avelina Lésper.
Los seis toros bravos, grandes y con cuernos filosos, encerrados en seis jaulas con ruedas de madera, se transportaron a Roma. Los guardaron en el subterráneo del Coliseo, para esas fechas ya parcelado en jaulas donde aullaban o bramaban otros animales, traídos de los confines del Imperio.
Cocodrilos. Hipopótamos. Elefantes. Leones. Búfalos.
Y por fin, semanas luego de su llegada, cada toro fue subido al ruedo de arena, rodeado de graderías donde miles de romanos vitorearon su lenta y pesada aparición.
Aulo, un toro de dos metros de largo y 900 kilos de peso, pasó a la Historia gracias al poeta Marcial, que describe su enfrentamiento con el gladiador Narciso, un fornido espécimen humano, desnudo del torso y armado con una espada y un puñal. Elijo acá solo algunas palabras del extenso relato de Marcial.
Cuchillazo. Herida. Cornada. Sangre. Agonía. Muerte. Ovación.
En aquellas cien jornadas en el Coliseo, la idea del emperador Tito fue festejar el triunfo del Hombre sobre la Bestia.
De entonces a nuestros días.
Hace unos meses, el gobierno de la CdMx prohibió las corridas de toros. Pero presionado por los enamorados de la tauromaquia, volvió a permitirlas y seguiremos teniendo corridas los domingos.
Otra vez, como hace siglos en Roma, saldrá un toro bravo a enfrentar en un ruedo a un gladiador, ahora dulcificado –un torero vestido con mallas de bailarina, que en cierto momento alzará la espada, y corriendo de puntitas en sus zapatillas de baile, se la clavará en el lomo al toro, desatando los bravos de los miles de señores en las gradas.
Hay ideas que envejecen mal. Todavía peor: hay ideas que parecían heroicas y con el paso de los siglos se vuelven espantos. Es el caso del toreo.
Aquella celebración romana del dominio humano sobre la Naturaleza, 21 siglos más tarde representa algo distinto. La incapacidad de nuestra especie para dominar su violencia y su efecto devastador: hemos arrasado no solo a casi todas las especies de toros, hemos arrasado a miles de otras especies y hemos convertido a buena parte de nuestro planeta en un terreno baldío.
¿A qué ovacionar hoy a un torero que asesina a uno de los últimos individuos de las especies bovinas?
He acá una regla sensata. Los desastres no se solucionan con las ideas que ayer los provocaron. Nuevas ideas son necesarias.
Pienso en Doñana. Un territorio de Sevilla cuadriculado en arrozales, olivares y marismas.
Hace tres décadas, los biólogos y los eruditos en literatura medieval, se sentaron frente a frente en Doñana, para una singular empresa. De los antiguos relatos ubicados en Doñana, extrajeron los nombres de las especies animales mencionadas y que para entonces ya no existían ahí.
La lista dio cuenta de la masacre ocurrida en esas tierras, pero también sirvió para saber qué especies podrían adaptarse bien a ellas de nueva vuelta. Esas especies se trajeron de otras latitudes en parejas, como si Doñana fuera una extensa Arca de Noé. En especial se trajeron especies de agua, que se recibieron en piscinas gigantescas, de salinidad y temperatura controladas por computadoras.
Acá no concluye la buena idea. Esta es solo la parte ejecutada por los humanos. La parte que sigue estuvo a cargo de las aves.
Sucedió que ya cuando las especies acuáticas se multiplicaban en las piscinas artificiales, distintas especies de aves de Europa fueron año con año desviando las rutas por las que solían descender al cálido sur en otoño —y empezaron a bajar a Doñana, para ahí realizar sus rituales de cortejo y apareamiento.
Hace tres años, cuando visité la reserva, 200 mil aves se paseaban por el aire, las frondas, las marismas y las riberas de las piscinas artificiales. Tal vez así fue el planeta, pensé. Tal vez así podría volver a ser.
No, no es solo dejar de matar, también es crearle nidos a la vida, y saber ponerse a un lado y dejarla florecer por sí misma. Esa es hoy la idea necesaria.
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