Al río que todo lo arranca lo llaman violento, pero nadie llama violento al lecho que lo oprime.
-Bertold Brecht.

Al quinto vasito de mezcal, Toño se ponía violento. Una puerta secreta se le abría en la memoria y por ella entraba el viento de la violencia.

Esa noche en la cantina, sentado a una mesa con sus compadres, Toño bajó el quinto vasito a la madera de la mesa y entonces la puerta se le abrió ahí en lo recóndito, el viento de la violencia lo alzó de la silla y lo fue aventando, despacito, un paso para acá, otro para allá, a la esquina donde recogió el machete. Lo empuñó y salió a la noche.

La casa de cemento pintado de blanco, al borde del río, entre los troncos altos de los sauces, tenía todas las ventanas iluminadas cuando Toño abrió de una patada la puerta y dentro encaró a Juana, su mujer, y levantó en alto el machete.

A Juana se le fue la sangre del cuerpo. Pálida como una hoja se quedó de pie ante la mesa de la única estancia de la casa. Sus tres hijos corrieron a cubrirse detrás de ella. Le agarraban la tela del pantalón vaquero, aterrados ante el monstruo de su padre ebrio.

Sentados en el borde una barda, cerca de la casa, tres viejos con sombreros de paja, habían observado aquello de lejos, las alas de sus sombreros iluminados por la luna llena. De pronto al más viejo, don Genaro, se le abrió ahí a lo lejos la puertecita de la indignación y el viento de la violencia lo empujó para saltar a la hierba: empujado por el viento caminó a la casa, seguido por los otros dos viejos, los tres irrumpieron en la estancia gritando:

—¡Ya cabrón!

—¡Baja ese machete ahora mismo!

—¡Y salte de acá, maldito borracho!

Ahí paró el viento de la violencia esa noche. Toño bajó el machete, los viejos lo fueron pastoreando hasta regresarlo al pueblo y ahí lo dejaron en el zócalo, acostado en una banca de hierro.

Es decir, ahí pudo haber parado el viento de la violencia esa noche. La verdad es que no fue así. Los viejos sentados en la barda ni se inmutaron al escuchar los gritos de Juana y sus hijos, nada más comentaron entre dientes:

—Es suya.

—Su esposa.

—Tiene derecho a hacerle lo que guste. No nos metamos.

En cambio en una casa vecina los gritos de Juana y sus niños sí trastornaron a las hermanas Gómez: se miraron entre sí: sintieron como el viento de la violencia las colmaba, pero sintieron miedo de intervenir ellas, tan poco diestras en el uso de la violencia:

—Mejor voy a llamar a la policía –dijo Hortensia, y marcó en su celular.

—Ah sí, el maldito borracho de Toño –respondió el policía del pueblo. –De nuevo aterrando a su vieja. Ahora voy —agregó, con flojera. Y colgó el teléfono.

Con solo escuchar la sirena de la policía, a Toño se le cerró solita la puerta de la violencia y bajó el machete. Tomó asiento en una silla y bajó la cabeza. Mierda, le esperaba una visita al MP y al menos un mes de celda.

Es decir, también pudo haber sido así. Pero la verdad tampoco fue así.

El policía del pueblo se acordó del juez a quién se le turnó la última vez el caso de violencia de Toño: con una gran bonhomía el juez dictaminó entonces:

—No me anden jodiendo con pleitos de amor. Ahí no se mete la autoridad.

Plum: el juez golpeó con la palma abierta la mesa y Toño fue regresado al pueblo y a la casa que compartía con Juana y sus hijos entre los troncos altos de los sauces.

Los tres niños salieron corriendo a la noche abierta, gritando despavoridos:

—¡Mi papá va a matar a mi mamá! ¡Auxilio! ¡Mi papá va a matar a mi mamá!

Ocultos en la vastedad de la noche, los perros replicaron los gritos de los niños: aullaron fuerte.

Toño le agarró la cola de caballo a su mujer y de un machetazo se lo cortó y lo sostuvo en la diestra como si fuera una víbora.

—Ahora vas tu, Juanita —la amenazó sonriendo. Los gritos de Juana lo hicieron feliz.

El machetazo cortó limpiamente el cuello y la cabeza asombrada de Juana cayó al piso de cemento.

Es decir, pudo también ser así. Pero no fue tampoco así.

En una casa cercana, atormentada por los aullidos de los perros y los gritos de los niños, Isabel terminó de cargar las balas en el tambor de una pistola de cañón largo.

Era una pistola que hacía 10 años, sin balas y con el cañón bloqueado, había usado en una obra de teatro, Entre Pancho Villa y una mujer desnuda. Cerró el tambor y empujada por el viento de la violencia salió a la noche.

Entró a la casa de Juana en el momento en que Toño sostenía el machete recargado al hombro, como un bat de beisbol, listo para soltar la hoja de acero contra el cuello de su mujer.

Isabel disparó 3 veces la pistola de Pancho Villa. A las botas de Toño. Al techo. A su brazo derecho. El machete cayó al piso de cemento. Plaz.

—No vuelvas –murmuró Isabel. –Si vuelves, te disparo directo al corazón.

Juana no supo qué decir: esa mujer le era absolutamente desconocida.

Toño huyó de la casa, huyó del pueblo, huyó del país. Dicen que anda por Guatemala o por Winconsin. Nadie lo extraña en Chiconcuác. Ni Juana ni sus hijos. Ni los viejos. Ni las hermanas Gómez. Nadie.

Yo sé que habrán conciencias muy filosóficas que digan de esta historia:

—Muy mal, la violencia no se combate con la violencia.

Admirables filósofos: hay algo peor que el Mal, es la bondad abstracta, porque coloca a un ángel de barro en el lugar donde podría descender un ángel verdadero.

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