Yo respetaba mucho al pueblo. Hasta que el pueblo dejó de votar lo que yo le ordenaba.

Se los expliqué con paciencia. Con cuidado. Con amor. Con indignación. Sacudiendo mis aretes largos ante la cámara de mi computadora.

—Por piedad, no voten por el Plan C. Sería el final de la Democracia.

Pero el pueblo, el demos, me desacató, y votó por el Plan C. ¿Por qué? Porque mi competidor en audiencias, el presidente López, se los ordenó desde su Mañanera.

Traidores. Se merecen la horca. La guillotina no, porque esa es posterior al gobierno de la aristocracia.

El otro día en Acapulco se lo pregunté a Carmina, mi masajista, mientras me aplicaba sus manos de martillo en la espalda, yo tendida en la cama de patas altas.

—Carmina, ¿votaste por el Plan C?

Largo silencio. Las manos de Carmina se volvieron francamente hoscas: cuchillas cayendo al centro de mis omóplatos.

—Responde Carmina –exigí.

—Pues sí –confesó.

–Te dije que no lo hicieras.

—Es que quiero que las reformas sean aprobadas por una mayoría calificada en el Congreso.

—Mierda. No tienes idea de qué significa lo que repites como loro. ¿Quién te dijo que eso es el Plan C?

—López Obrador, el Presidente, en la pantalla de mi celular.

Mi enemigo de audiencias, pensé. Carmina siguió:

—Oigo su Mañanera cada tercer día. Y lo ha repetido a diario durante un año. Que si queremos más ayudas sociales y más servicios gratis, votáramos puro Morena en las boletas.

—Mentira –me levanté indignada de la cama envolviendo mi desnudez en el lábaro patrio, no es cierto: en la sábana blanca.

Y se lo espeté:

—Aunque lo hayas escuchado mil veces de labios del Tirano, no lo entiendes.

—¿Qué hay tan difícil de entender? Yo voto por ellos, ellos me dan cosas a mí. Es muy fácil de entender.

Carmina morena, de ojos negros y cabello rizado, en su vestido de flores naranjas y azules, sin mangas, sus huaraches y su cadenita de oro en el tobillo.

—Mi vida –le expliqué con ternura–, no tienes la capacidad intelectual para entender el Plan C. Para entenderlo necesitarías hablar al menos dos idiomas y tener cultura política universal.

—La señora Karla habla cuatro idiomas, tiene algo así como 20 veces más dinero que tú, estudió su doctorado en Harvard, y votó por el Plan C.

—¿Desde cuándo me hablas de tú? –me asombré.

Terminamos mal. Carmina plegó su camastro, lo guardó en su funda verde limón, se trepó a su motocicleta llevándolo a la espalda, la vi remontar el camino de polvo echando humo gris tras ella.

—Ya no me gusta la democracia –me confesé a mí misma, caminando bajo mi sombrero de ala ancha, en mi traje de baño anaranjado y mi pareo azul hacia la alberca.

—Ya no, ya no –caminé de puntitas sobre los adoquines calientes. —Esta gente se ha politizado. Perdón, polarizado. Creen que saben lo que es mejor para ellos. Se han soltado de la mano de nosotros, sus guías intelectuales. ¿Qué haremos para impedirlos?

Rodeé la alberca y bajé los escalones a la playa blanquísima.

El mar era azul claro, como un ojo de norteamericano: se enrolló en una alta ola y se desplomó, lanzándome una ovación.

—Pues lucharemos contra el demos ignorante –le anuncié al mar. –El demo analfabeto. Crédulo. Dominado por el Tirano. Sí, para protegerlos de sí mismos, lucharemos contra ellos.

—Querida amiga –dije a mi celular. Una ola se arrastraba hacia mis pasos. –Tenemos que interferir la voluntad del demos, para salvar a la Democracia. ¿Qué tal si inventamos un argumento sofisticado, que nadie entienda, para impedir el Plan C, y lo difundimos en donde todavía somos mayoría: en los foros de televisión, antes de que tampoco ahí seamos mayoría?

Otra ola se desplegaba, ávida de avanzar por la arena y convertirse en un tapete de agua para mis piecitos blancos.

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