Isabel tenía un gato. Más bien, una gata, y era negra. La bautizó como La Gata Negra . Muy ingeniosa Isabel de niña. Más bien, muy precisa en el uso del lenguaje.
Llegando de la escuela a casa, la gata negra la esperaba ya, arañando la puerta. ¿Cómo adivinaba la gata negra su llegada?
Salían a la calle y la gata negra, más ágil que Isabel, iba siempre pasos adelante. Trepaba en dos zarpazos una barda, caminaba en su filo, en las puntas de las patas, caía de vuelta al asfalto y entre los pasos de Isabel cruzaba y recruzaba.
Y dormían juntas. La gata negra en el cojín junto a la cabeza de Isabel. Soñaban juntas. Despertaban juntas.
Y también tomaban juntas el primer alimento del día –un vaso de leche. La gata negra metía la lengua roja en la leche blanca, que luego Isabel, levantando el vaso, sorbía.
Pero un día la gata negra desapareció. Se esfumó. No estaba. Se fue nadie supo a dónde. Y desde ese día Isabel la buscó, sin pausa.
Lo que encontró fue esto.
La Literatura le entregó la evocación de otras gatas negras. Una serie de tropos literarios, en los que cada gata negra era a su vez la evocación de un símbolo de algo distinto y general. No la gata negra.
La Filosofía le advirtió que la gata negra siempre le fue inaccesible: solo le fue accesible la imagen de la gata negra recorriendo las salas de su imaginación.
La Política la amonestó: nunca tendría otra vez una gata negra, a menos que todos y cada uno de los millones de habitantes del mundo tuvieran antes su propia gata negra. Había que luchar con las masas por ello y reclamarlo en mítines y en las urnas: una gata negra para cada ciudadano.
La Metafísica le invitó a un palacio más allá de las nubes donde podía alucinar a la gata negra a placer y atribuirle consecuencias interminables. Así la alucinó Isabel: la gata negra cruzando a pasos elegantes las salas de piso ajedrezado de ese palacio inexistente: cada cambio de casilla de la gata negra en ese ajedrez negro y blanco e infinito la hacían desaparecer o aparecer y provocaban en la Tierra los cambios del día a la noche y de la noche al día.
Y la Religión le dio las ceremonias en que Isabel y otros cómplices rogaban por el regreso de la gata negra y a menudo alzaban los brazos anunciando haberla encontrado. Aleluya, acá está, coreaban en el templo, alzando los brazos, aún si era mentira: la gata negra no estaba.
Entonces, muchos años después, muchas búsquedas después, y contra todo pronóstico, una mañana Isabel despertó y oh sorpresa, estaba un poco más allá de sus pies, en el borde su cama, negra sobre la cobija blanca: la gata negra. Un jeroglífico de la gracia.
La gata negra achinó los ojos dorados y durante un instante largo ambas se miraron, con cierto recelo. Luego la gata negra fue caminando de puntas hacia ella, se subió en su abdomen, luego se tendió sobre su pecho —y maulló.
Dioses, se lamentó Isabel, su mano acariciando el pelambre frío, negro, satinado, cuánta vida perdida buscando a la gata negra donde nunca estuvo.
Los amigos de Isabel dicen que se ha vuelto una solitaria. Que ha iniciado una inmigración a su interior. Falso: lo que Isabel ha iniciado es una emigración hacia el exterior de lo humano, guiada por la gata negra.
Pasa su tiempo libre caminando con la gata negra por el bosque y acercándose a la realidad, la que no cabe en el lenguaje: los troncos por los que sube la gata negra, moteados de líquenes verdes, el follaje verde moteado de jacarandas moradas por entre las que la gata negra camina, el agua verde azul del lago donde la gata e Isabel se miran una a la otra –y de pronto se confunden: no saben cuál es la gata negra y cuál es Isabel —.
El oro de la luz en las grandes hojas de elefante detrás de las cuales la gata negra se va caminando, la cola negra erguida: Isabel se detiene para apreciar ese polvo de oro, el último regalo que le ha dado la gata negra. Esa, la que este texto evoca, y está afuera, caminando por el borde de una barda blanca.